Las aventuras de Pinocho - Carlo Colodi
Las Aventuras de Pinocho
Por
C. Collodi
I
Cómo fue que el maestro Cereza, carpintero de oficio, encontró un palo
que lloraba y reía como un niño.
Había una vez
¡Un rey! dirán en seguida mis pequeños lectores.
No, muchachos, se equivocan. Había una vez un pedazo de madera.
No era una madera de lujo, sino un simple pedazo de leña de esos palos
que en invierno se meten en las estufas y chimeneas para encender el fuego y
caldear las habitaciones.
No recuerdo cómo ocurrió, pero es el caso que, un día, ese trozo de madera
llegó al taller de un viejo carpintero cuyo nombre era maestro Antonio, aunque
todos lo llamaban maestro Cereza, a causa de la punta de su nariz, que estaba
siempre brillante y roja como una cereza madura.
Apenas vio el maestro Cereza aquel trozo de madera, se alegró mucho y,
frotándose las manos de gusto, murmuró a media voz:
Esta madera ha llegado a tiempo; con ella haré la pata de una mesita.
Dicho y hecho. Cogió en seguida un hacha afilada para empezar a quitarle
la corteza y a desbastarla. Cuando estaba a punto de dar el primer golpe, se
quedó con el brazo en el aire, porque oyó una vocecita muy suave que dijo:
¡No me golpees tan fuerte!
¡Figúrense cómo se quedó el buen viejo!
Giró sus espantados ojos por toda la habitación, para ver de dónde podía
haber salido aquella vocecita, y no vio a nadie. Miró debajo del banco, y
nadie; miró dentro de un armario que estaba siempre cerrado, y nadie; miró en
la cesta de las virutas y del aserrín, y nadie; abrió la puerta del taller, para
echar también una ojeada a la calle, y nadie. ¿Entonces?
Ya entiendo dijo, riéndose y rascándose la peluca; está claro que
esa vocecita me la he figurado yo. Sigamos trabajando.
Y, volviendo a tomar el hacha, descargó un solemnísimo golpe en el trozo
de madera.
¡Ay! ¡Me has hecho daño! gritó, quejándose, la vocecita.
Esta vez el maestro Cereza se quedó con los ojos saliéndosele de las
órbitas a causa del miedo, con la boca abierta y la lengua colgándole hasta la
barbilla, como un mascarón de la fuente.
Apenas recuperó el uso de la palabra empezó a decir, temblando por el
espanto:
Pero, ¿de dónde habrá salido esa vocecita que ha dicho «¡ay»
? Aquí
no se ve ni un alma. ¿Es posible que este trozo de madera haya aprendido a
llorar y a lamentarse como un niño? No lo puedo creer. La madera, ahí está: es
un trozo de madera para quemar, como todos los demás, para echarlo al fuego
y hacer hervir una olla de porotos
¿Entonces?
¿Se habrá escondido aquí alguien? Si se ha escondido alguien, peor para él.
¡Ahora lo arreglo yo! Y, diciendo esto, agarró con ambas manos aquel pobre
pedazo de madera y lo golpeó sin piedad contra las paredes de la habitación.
Después se puso a escuchar, a ver si oía alguna voz que se lamentase. Esperó
dos minutos, y nada; cinco minutos, y nada; diez minutos, y nada.
Ya entiendo dijo entonces, esforzándose por reír y rascándose la
peluca. ¡Está visto que esa vocecita que ha dicho «¡ay!» me la he figurado
yo! Sigamos trabajando.
Y como ya le había entrado un gran miedo, intentó canturrear, para darse
un poco de valor.
Entretanto, dejando a un lado el hacha, cogió un cepillo para cepillar y
pulir el pedazo de madera; pero, mientras lo cepillaba de abajo, oyó la
acostumbrada vocecita que le dijo riendo:
¡Déjame! ¡Me estás haciendo cosquillas!
Esta vez el pobre maestro Cereza cayó como fulminado. Cuando volvió a
abrir los ojos, se encontró sentado en el suelo.
Su rostro parecía transfigurado y hasta la punta de la nariz, que estaba roja
casi siempre, se le había puesto azul por el miedo.
II
El maestro Cereza regala el palo a su amigo Geppetto, que lo acepta para
fabricar con él un maravilloso muñeco que sepa baile, esgrima y que dé
saltos mortales.
En aquel momento llamaron a la puerta.
Pase dijo el carpintero, sin tener fuerzas para ponerse en pie.
Entró en el taller un viejecito muy lozano, que se llamaba Geppetto; pero
los chicos de la vecindad, cuando querían hacerlo montar en cólera, lo
apodaban Polendina, a causa de su peluca amarilla, que parecía de choclo.
Geppetto era muy iracundo. ¡Ay de quien lo llamase Polendina! De
inmediato se ponía furioso y no había quien pudiera contenerlo.
Buenos días, maestro Antonio dijo Geppetto. ¿Qué hace ahí, en el
suelo?
Enseño el ábaco a las hormigas.
¡Buen provecho le haga!
¿Qué le ha traído por aquí, compadre Geppetto?
Las piernas. Ha de saber, maestro Antonio, que he venido a pedirle un
favor.
Aquí me tiene, a su disposición replicó el carpintero, alzándose sobre
las rodillas.
Esta mañana se me ha metido una idea en la cabeza.
Cuénteme.
He pensado en fabricar un bonito muñeco de madera; un muñeco
maravilloso, que sepa bailar, que sepa esgrima y dar saltos mortales. Pienso
recorrer el mundo con ese muñeco, ganándome un pedazo de pan y un vaso de
vino; ¿qué le parece?
¡Bravo, Polendina! gritó la acostumbrada vocecita, que no se sabía de
dónde procedía.
Al oírse llamar Polendina, Geppetto se puso rojo de cólera, como un
pimiento, y volviéndose hacia el carpintero le dijo, enfadado:
¿Por qué me ofende?
¿Quién le ofende?
¡Me ha llamado usted Polendina!
No he sido yo.
¡Lo que faltaba es que hubiera sido yo! Le digo que ha sido usted.
¡No!
¡Sí!
¡No!
¡Sí!
Y acalorándose cada vez más, pasaron de las palabras a los hechos y,
agarrándose, se arañaron, se mordieron y se maltrataron. Acabada la pelea, el
maestro Antonio se encontró con la peluca amarilla de Geppetto en las manos,
y éste se dio cuenta de que tenía en la boca la peluca canosa del carpintero.
¡Devuélveme mi peluca! dijo el maestro Antonio.
Y tú devuélveme la mía, y hagamos las paces.
Los dos viejos, tras haber recuperado cada uno su propia peluca, se
estrecharon la mano y juraron que serían buenos amigos toda la vida.
Así, pues, compadre Geppetto dijo el carpintero, en señal de paz,
¿cuál es el servicio que quiere de mí?
Quisiera un poco de madera para fabricar un muñeco; ¿me la da?
El maestro Antonio, muy contento, fue en seguida a sacar del banco aquel
trozo de madera que tanto miedo le había causado. Pero, cuando estaba a
punto de entregárselo a su amigo, el trozo de madera dio una sacudida y,
escapándosele violentamente de las manos, fue a golpear con fuerza las flacas
canillas del pobre Geppetto.
¡Ah! ¿Es ésta la bonita manera con que regala su madera, maestro
Antonio? Casi me ha dejado cojo.
¡Le juro que no he sido yo!
¡Entonces, habré sido yo!
Toda la culpa es de esta madera
Ya sé que es de la madera; pero ha sido usted quien me la ha tirado a las
piernas.
¡Yo no se la he tirado!
¡Mentiroso!
Geppetto, no me ofenda; si no, le llamo ¡Polendina!
¡Burro!
¡Polendina!
¡Bestia!
¡Polendina!
¡Mono feo!
¡Polendina!
Al oírse llamar Polendina por tercera vez, Geppetto perdió los estribos y se
lanzó sobre el carpintero; y se dieron una paliza. Acabada la batalla, el
maestro Antonio se encontró dos arañazos más en la nariz y el otro, dos
botones menos en su chaqueta. Igualadas de esta manera sus cuentas, se
estrecharon la mano y juraron que serían buenos amigos toda la vida.
De modo que Geppetto tomó consigo su buen trozo de madera y, dando las
gracias al maestro Antonio, se volvió cojeando a su casa.
III
Una vez en casa, Geppetto se pone a tallar su muñeco y le da el nombre de
Pinocho. Primeras travesuras del muñeco.
La casa de Geppetto era de un piso y recibía luz de una claraboya. El
mobiliario no podía ser más sencillo: una mala silla, una cama no muy buena y
una mesita muy estropeada. En la pared del fondo se veía una chimenea con el
fuego encendido; pero el fuego estaba pintado y junto al fuego había una olla,
también pintada, que hervía alegremente y exhalaba una nube de humo que
parecía humo de verdad.
Tan pronto como entró en su casa, Geppetto tomó las herramientas y se
puso a tallar y fabricar su muñeco.
¿Qué nombre le pondré? se decía. Le llamaré Pinocho. Ese nombre
le traerá suerte. He conocido una familia entera de Pinochos: Pinocho el padre,
Pinocha la madre, Pinochos los niños, y todos lo pasaban muy bien. El más
rico de ellos pedía limosna.
Cuando hubo elegido el nombre de su muñeco empezó a trabajar de prisa y
le hizo en seguida el pelo, después la frente, luego los ojos.
Una vez hechos los ojos, figúrense su asombro cuando advirtió que se
movían y lo miraban fijamente.
Geppetto, sintiéndose observado por aquellos ojos de madera, se lo tomó
casi a mal y dijo, en tono quejoso:
Ojazos de madera, ¿por qué me miran?
Nadie contestó.
Entonces, después de los ojos, le hizo la nariz; pero ésta, tan pronto estuvo
hecha, empezó a crecer y creció y en pocos minutos era un narizón que no
acababa nunca.
El pobre Geppetto se cansaba de cortarla; cuanto más la cortaba y
achicaba, más larga se hacía aquella nariz impertinente.
Después de la nariz le hizo la boca.
Aún no había acabado de hacerla cuando ya empezaba a reírse y a burlarse
de él.
¡Deja de reír! dijo Geppetto, irritado; pero fue como hablar con la
pared.
¡Te repito que dejes de reír! gritó con voz amenazadora.
Entonces la boca dejó de reír, pero le sacó toda la lengua. Geppetto, para
no estropear sus proyectos, fingió no advertirlo y continuó trabajando.
Tras la boca, le hizo la barbilla, luego el cuello, los hombros, el estómago,
los brazos y las manos.
Apenas acabó con las manos, Geppetto sintió que le quitaban la peluca. Se
volvió y, ¿qué vieron sus ojos? Su peluca amarilla en manos del muñeco.
Pinocho
¡Devuélveme ahora mismo mi peluca!
Y Pinocho, en vez de devolvérsela, se la puso en su propia cabeza,
quedándose medio ahogado debajo.
Ante aquella manera de ser insolente y burlona, Geppetto se puso tan triste
y melancólico como no había estado en su vida. Y, volviéndose a Pinocho, le
dijo:
¡Hijo pícaro! ¡Todavía estás a medio hacer y ya empiezas a faltarle el
respeto a tu padre! ¡Eso está muy mal!
Y se secó una lágrima.
Sólo quedaban por hacer las piernas y los pies.
Cuando Geppetto hubo acabado de hacerle los pies, recibió un puntapié en
la punta de la nariz.
¡Me lo merezco! se dijo para sí. Debía haberlo pensado antes.
¡Ahora ya es tarde! Tomó después el muñeco bajo el brazo y lo posó en tierra,
sobre el pavimento de la estancia, para hacerlo andar.
Pinocho tenía las piernas torpes y no sabía moverse, y Geppetto lo llevaba
de la mano para enseñarle a poner un pie detrás del otro.
Muy pronto, Pinocho empezó a andar solo y a correr por la habitación,
hasta que, cruzando la puerta de la casa, saltó a la calle y se dio a la fuga.
El pobre Geppetto corría tras él sin poder alcanzarlo, porque el granuja de
Pinocho andaba a saltos, como una liebre, golpeando con sus pies de madera
el pavimento de la calle, hacía tanto estruendo como veinte pares de zuecos
aldeanos.
¡Agárrenlo, agárrenlo! gritaba Geppetto; pero la gente que estaba en
la calle, al ver a aquel muñeco de madera que corría como un loco, se paraba
embelesada a mirarlo, y reía, reía, reía como no se pueden imaginar.
Al fin llegó un guardia, el cual, al oír todo aquel alboroto, creyó que se
trataba de un potrillo que se había encabritado con su dueño, y se puso
valerosamente en medio de la calle, con las piernas abiertas, con la decidida
intención de pararlo y de impedir que ocurrieran mayores desgracias.
Pinocho, cuando vio de lejos al guardia que obstruía toda la calle, se las
ingenió para pasarle por sorpresa entre las piernas, pero falló en su intento. El
guardia, sin moverse siquiera, lo atrapó limpiamente por la nariz (era un
narizón desproporcionado, que parecía hecho a propósito para ser agarrado por
los guardias) y lo entregó en las propias manos de Geppetto. Este, para
corregirlo, quería darle un buen tirón de orejas en seguida. Pero figúrense
cómo se quedó cuando, al buscarle las orejas, no logró encontrarlas. ¿Saben
por qué? Porque, con la prisa, se había olvidado de hacérselas.
Así que lo agarró por el cogote y, mientras se lo llevaba, le dijo, meneando
amenazadoramente la cabeza:
¡Vámonos a casa! Cuando estemos allá, no te quepa duda de que
ajustaremos cuentas.
Pinocho, ante semejante perspectiva, se tiró al suelo y no quiso andar más.
Entre tanto, curiosos y haraganes empezaban a detenerse alrededor y a formar
tumulto.
Uno decía una cosa; otro, otra.
¡Pobre muñeco! decían algunos. Tiene razón en no querer volver a
casa. ¡Quién sabe cómo le va a pegar ese bruto de Geppetto!
Y otros añadían malignamente:
¡Ese Geppetto parece una buena persona! ¡Pero es un verdadero tirano
con los niños! Si le dejan ese pobre muñeco entre las manos es muy capaz de
hacerlo trizas.
En fin, tanto dijeron e hicieron que el guardia puso en libertad a Pinocho y
se llevó a la cárcel al pobre Geppetto. Este, no teniendo palabras para
defenderse, lloraba como un becerro y, camino de la cárcel, decía sollozando:
¡Qué calamidad de hijo! ¡Y pensar que he sufrido tanto para hacer de él
un muñeco de bien! ¡Pero me lo merezco! ¡Debía haberlo pensado antes!
Lo que sucedió después es una historia increíble, y se la contaré en los
próximos capítulos.
IV
La historia de Pinocho con el Grilloparlante, donde se ve que muchos
niños se enojan cuando los corrige quien sabe más que ellos.
Muchachos, les contaré que mientras llevaban al pobre Geppetto a la
cárcel, sin tener culpa de nada, el pillo de Pinocho se había librado de las
garras del guardia y corría a través de los campos para llegar pronto a casa. En
su furiosa carrera saltaba riscos, setos de zarzas y fosos llenos de agua, tal
como hubiera podido hacerlo un ciervo o un conejo perseguido por los
cazadores.
Cuando llegó a la casa, encontró la puerta de la calle entornada. La
empujó, entró y, en cuanto hubo corrido el pestillo, se sentó en el suelo,
lanzando un gran suspiro de contento. Pero poco duró su contento, pues oyó
un ruido en la habitación:
¡Cricricri!
¿Quién me llama? dijo Pinocho, muy asustado.
Soy yo.
Pinocho se volvió y vio un enorme grillo que subía lentamente por la
pared.
Dime, Grillo, y tú, ¿quién eres?
Soy el Grilloparlante y vivo en esta habitación desde hace más de cien
años.
Pues hoy esta habitación es mía dijo el muñeco y, si quieres
hacerme un favor, ándate en seguida, y rápido.
No me iré de aquí respondió el Grillo sin decirte antes una gran
verdad.
Dímela y pronto.
¡Ay de los niños que se rebelan contra sus padres y abandonan
caprichosamente la casa paterna! No conseguirán nada bueno en este mundo,
y, tarde o temprano, tendrán que arrepentirse amargamente.
Canta, Grillo, canta lo que quieras. Yo sé que mañana, de madrugada,
pienso irme de aquí, porque si me quedo me pasará lo que les pasa a todos los
demás niños: me mandarán a la escuela y, por gusto o por fuerza, tendré que
estudiar. Y, en confianza, te digo que no me interesa estudiar y que me divierto
más corriendo tras las mariposas y subiendo a los árboles a sacar nidos de
pájaros.
¡Pobre tonto! ¿No sabes que, portándote así, de mayor serás un
grandísimo burro y todos se reirán de ti?
¡Cállate, Grillo de mal agüero! gritó Pinocho.
Pero el Grillo, que era paciente y filósofo, en vez de tomar a mal esta
impertinencia, continuó con el mismo tono de voz:
Y si no te agrada ir a la escuela, ¿por qué no aprendes, al menos, un
oficio con el que ganarte honradamente un pedazo de pan?
¿Quieres que te lo diga? replicó Pinocho, que empezaba a perder la
paciencia. Entre todos los oficios del mundo sólo hay uno que realmente me
agrada.
¿Y qué oficio es?
El de comer, beber, dormir, divertirme y llevar, de la mañana a la noche,
la vida del vagabundo.
Pues te advierto dijo el Grilloparlante, con su calma acostumbrada
que todos los que tienen ese oficio acaban, casi siempre, en el hospital o en
la cárcel.
¡Cuidado, Grillo de mal agüero!
Si monto en cólera, ¡ay de ti!
¡Pobre Pinocho! Me das pena
¡Por qué te doy pena?
Porque eres un muñeco y, lo que es peor, tienes la cabeza de madera
Al oír estas últimas palabras Pinocho se levantó enfurecido, agarró del
banco un martillo y lo arrojó contra el Grilloparlante.
Quizá no pensó que le iba a dar; pero, desgraciadamente, lo alcanzó en
toda la cabeza, hasta el punto de que el pobre Grillo casi no tuvo tiempo para
hacer cricricri, y después se quedó en el sitio, tieso y aplastado contra la
pared.
V
Pinocho tiene hambre y busca un huevo para hacerse una tortilla, pero
ésta vuela por la ventana.
Anochecía y Pinocho, acordándose de que no había comido nada, sintió un
cosquilleo en el estómago que se parecía mucho al apetito.
Pero el apetito, en los muchachos, marcha muy de prisa; en pocos minutos
el apetito se convirtió en hambre, y el hambre, en un abrir y cerrar de ojos, se
convirtió en un hambre de lobo.
El pobre Pinocho corrió al fuego, donde había una olla hirviendo, e intentó
destaparla para ver lo que tenía dentro
pero la olla estaba pintada en la
pared. Figúrense cómo se quedó. Su nariz, que ya era larga, se le alargó por lo
menos cuatro dedos.
Entonces se dedicó a recorrer la habitación y a hurgar en todos los cajones
y escondrijos, en busca de un poco de pan, aunque fuera un poco de pan seco,
de una cortecita, de un hueso viejo olvidado por el perro, de un poco de
polenta mohosa, de un resto de pescado, de un hueso de cereza; en fin, de algo
para masticar. Pero no encontró nada, absolutamente nada.
Mientras tanto, el hambre aumentaba, aumentaba cada vez más. El pobre
Pinocho no encontraba más alivio que bostezar. Lanzaba unos bostezos tan
grandes que a veces la boca le llegaba a las orejas. Cuando acababa de
bostezar, escupía, y sentía como si el estómago se le fuera cayendo.
Entonces, llorando y desesperándose, decía:
El Grilloparlante tenía razón. He hecho muy mal en rebelarme contra
mi papá y escaparme de casa
Si mi papá estuviera aquí, ahora no me moriría
de bostezos. ¡Ay, qué enfermedad más mala es el hambre!
Y, de repente, creyó ver en el montón de los desperdicios algo redondo y
blanco, que parecía enteramente un huevo de gallina. Dar un salto y lanzarse
encima de él fue cosa de un momento. Era un huevo de verdad.
Es imposible describir la alegría del muñeco: hay que imaginársela. Creía
que estaba soñando, daba vueltas al huevo entre sus manos, lo tocaba y lo
besaba, diciendo:
¿Cómo lo prepararé ahora? ¿Haré una tortilla?
No, será mejor hacerlo
a la copa
¿No estará más sabroso si lo frío en la sartén? ¿Y si lo pasara por
agua? No, lo más rápido será freírlo: ¡tengo demasiadas ganas de comérmelo!
Dicho y hecho. Puso una olla encima de un brasero lleno de brasas; en la
olla, en vez de aceite o mantequilla, puso un poco de agua. Cuando el agua
empezó a humear ¡tac!
, rompió la cáscara del huevo e intentó echarlo
dentro.
Pero, en vez de la clara y la yema, salió un pollito muy alegre y educado,
que dijo, haciendo una reverencia:
¡Muchas gracias, señor Pinocho, por haberme ahorrado el trabajo de
romper la cáscara! ¡Adiós, que te vaya bien, saludos a la familia!
Dicho esto, abrió las alas y, atravesando la ventana, que estaba abierta,
voló hasta perderse de vista. El pobre muñeco se quedó paralizado, con los
ojos fijos, la boca abierta y las cáscaras del huevo aun en la mano. Cuando se
recuperó de su asombro empezó a llorar, a chillar, a patear el suelo,
desesperado, mientras decía:
¡El Grilloparlante tenía razón! Si no me hubiera escapado de casa, y si
mi papá estuviera aquí, ahora no me moriría de hambre. ¡Ay, qué enfermedad
más mala es el hambre!
Y como el cuerpo seguía protestando cada vez más, y no sabía qué hacer
para calmarlo, pensó en salir de casa y hacer una escapada a la aldea vecina,
con la esperanza de encontrar algún alma caritativa que le diese de limosna un
trozo de pan.
VI
Pinocho se duerme con los pies sobre el brasero y por la mañana se
despierta con ellos quemados.
Era aquella una horrible noche de invierno. Tronaba muy fuerte,
relampagueaba como si el cielo fuera a arder, y un ventarrón frío y molesto,
que soplaba con furia y levantaba grandes nubes de polvo, hacía crujir y
estremecer todos los árboles de la campiña.
Pinocho tenía miedo de los truenos y de los relámpagos, pero el hambre
pudo más que el miedo. De modo que abrió la puerta de la casa y, corriendo,
llegó en un centenar de saltos al pueblo, con la lengua afuera y el aliento
entrecortado, como un perro de caza.
Encontró todo oscuro y desierto. Las tiendas estaban cerradas, las puertas
de las casas, cerradas, las ventanas, cerradas, y en las calles no se veía nadie.
Parecía un pueblo de muertos.
Entonces Pinocho, presa de la desesperación y del hambre, se aferró a la
campanilla de una casa y empezó a tocarla fuertemente, pensando para sí:
«Alguien se asomará».
En efecto, se asomó un viejecito con un gorro de dormir en la cabeza,
quien gritó, muy enojado:
¿Qué quieres a estas horas?
¿Me haría el favor de darme un poco de pan?
Espera, que ahora vuelvo respondió el viejo, que creyó que Pinocho
era uno de esos muchachos traviesos que se divierten por las noches tocando
las campanillas de las casas, para molestar a las gentes honradas que están
durmiendo tranquilamente.
Medio minuto después volvió a abrirse la ventana, y la voz del viejecito
gritó a Pinocho:
¡Ponte debajo y prepara el sombrero!
Pinocho, que no tenía sombrero, se acercó y sintió caerle encima una
enorme palangana de agua que lo mojó de la cabeza a los pies, como si fuera
un florero de geranios mustios.
Volvió a casa mojado como un pollito, agotado por el cansancio y el
hambre; como estaba sin fuerzas para tenerse en pie, se sentó, apoyando los
pies empapados y enlodados sobre un brasero lleno de brasas.
Allí se durmió; mientras dormía, sus pies, que eran de madera, se
prendieron fuego y, poco a poco, se carbonizaron, convirtiéndose en cenizas.
Pinocho seguía durmiendo y roncando, como si sus pies fueran de otro. Por
fin se despertó, al hacerse de día, porque alguien había llamado a la puerta.
¿Quién es? preguntó, bostezando y restregándose los ojos.
Soy yo contestó una voz. Reconoció la voz de Geppetto.
VII
Geppetto vuelve a casa y le da al muñeco la comida que el pobre había
traído para sí.
Pinocho, aún con los ojos cargados de sueño, no había advertido que tenía
los pies quemados. Así que, en cuanto oyó la voz de su padre, saltó de la
banqueta para correr el pestillo, pero, después de dar dos o tres tumbos, cayó
cuan largo era sobre el pavimento.
Al caer en tierra hizo el mismo ruido que hubiera hecho un montón de
cacerolas cayendo desde un quinto piso.
¡Ábreme! gritaba mientras tanto Geppetto, desde la calle.
¡No puedo, papá! contestaba el muñeco, llorando y revolcándose por
el suelo.
¿Por qué no puedes?
Porque me han comido los pies.
¿Quién te los ha comido?
El gato dijo Pinocho, al ver que el gato se divertía haciendo bailar
entre sus patitas delanteras unas virutas.
¡Te digo que abras! repitió Geppetto. ¡Si no, cuando entre en casa,
ya te daré yo gatos!
No puedo tenerme en pie, créame. ¡Ay, pobre de mí! ¡Pobre de mí,
tendré que andar con las rodillas toda mi vida!
Geppetto, creyendo que todos estos lloriqueos eran una nueva travesura del
muñeco, decidió acabar con ella de una vez y trepó por el muro, para entrar en
casa por la ventana.
Al principio sólo pensó en actuar; pero cuando vio a su Pinocho tendido en
tierra y de verdad sin pies, empezó a enternecerse. Lo tomó en seguida en sus
brazos y lo besaba y le hacía mil caricias.
Unos gruesos lagrimones caían por sus mejillas y le dijo, sollozando:
¡Pinochito mío! ¿Cómo te has quemado los pies?
No lo sé, papá, pero créame que ha sido una noche terrible y que no
olvidaré mientras viva. Tronaba, relampagueaba, y yo tenía mucha hambre, y
entonces el Grilloparlante me dijo: «Te está muy bien; has sido malo y te lo
mereces», y yo le dije: «¡Cuidado, Grillo!,» y él me dijo: «Eres un muñeco y
tienes la cabeza de madera» y yo le tiré un martillo y él murió, pero la culpa
fue suya, porque yo no quería matarlo. Luego puse una olla en el brasero, pero
el pollito escapó y me dijo: «Adiós
y saludos a la familia», y cada vez tenía
más hambre, y por tal motivo el viejecito con gorro de dormir que se asomó a
la ventana me dijo: «Ponte debajo y prepara el sombrero» y yo con aquella
palangana de agua en la cabeza (porque el pedir un poco de pan no es una
vergüenza, ¿verdad?) y volví en seguida a casa y, como continuaba con
hambre, puse los pies sobre el brasero para secarme, y usted ha vuelto, y me
los encontré quemados, y sigo teniendo hambre pero ya no tengo pies
¡Ay!
, ¡ay!
, ¡ay!
¡ay!
Y el pobre Pinocho empezó a llorar tan fuerte que lo oían en cinco
kilómetros a la redonda.
Geppetto, que de aquel enredado discurso sólo había entendido una cosa:
que el muñeco estaba muerto de hambre; sacó del bolsillo tres peras y se las
pasó, diciendo:
Estas tres peras eran para mi comida, pero te las doy con mucho gusto.
Cómetelas y que te aprovechen.
Si quiere que las coma, hágame el favor de pelarlas.
¿Pelarlas? replicó Geppetto, maravillado. Nunca hubiera creído,
hijo mío, que fueras tan melindroso y delicado de paladar.
¡Mala cosa! En este mundo hay que acostumbrarse desde pequeños a
comer de todo, porque nunca se sabe lo que puede ocurrir. ¡Pasan tantas cosas!
Quizá tenga usted razón respondió Pinocho. Pero nunca comeré
una fruta que no esté pelada. No puedo soportar las cáscaras.
El buen Geppetto sacó un cuchillo y, armándose de santa paciencia, peló
las tres peras y puso todas las cáscaras en una esquina de la mesa.
Una vez que Pinocho se comió en dos bocados la primera pera, hizo
ademán de tirar el corazón; pero
Geppetto le sujetó el brazo, diciéndole:
No lo tires; en este mundo, todo puede servir.
¡La verdad que nunca me como el corazón! gritó el muñeco,
revolviéndose como una víbora.
¿Quién sabe? ¡Pasan tantas cosas! repitió Geppetto, sin acalorarse.
De modo que los corazones, en vez de ser arrojados por la ventana,
quedaron en la esquina de la mesa, en compañía de las cáscaras.
Cuando hubo comido, o mejor dicho, devorado las tres peras, Pinocho
abrió la boca en un larguísimo bostezo y dijo, lloriqueando:
¡Tengo más hambre!
Pero yo, hijo mío, no tengo más que darte.
¿Nada de nada?
Solamente estas cáscaras y estos corazones de las peras.
¡Paciencia! dijo Pinocho. Si no hay otra cosa, comeré una cáscara.
Y empezó a masticar. Al principio torció un poco la boca; pero luego se
tragó en un minuto las cáscaras, una detrás de otra. Después de las cáscaras
fueron los corazones y cuando hubo acabado de comerse todo se golpeó muy
contento el cuerpo con las manos y dijo, alegremente:
¡Ahora sí que estoy a gusto!
Ya vez dijo Geppetto que tenía razón cuando te decía que no hay
que ser demasiado escrupuloso, ni demasiado delicado de paladar. Querido,
nunca se sabe lo que puede ocurrir en este mundo. ¡Pasan tantas cosas!
VIII
Geppetto vuelve a hacerle los pies a Pinocho y vende su casaca para
comprarle un silabario.
El muñeco, en cuanto se le pasó el hambre, empezó a refunfuñar y a llorar
porque quería un par de pies nuevos.
Pero Geppetto, para castigarlo por la travesura hecha, lo dejó llorar y
desesperarse durante medio día; luego le dijo:
¿Por qué tendría que volver a hacerte los pies? ¿Para qué te escapes otra
vez de casa?
Le prometo dijo el muñeco, sollozando que, de hoy en adelante,
seré bueno
Todos los niños replicó Geppetto dicen lo mismo cuando quieren
obtener algo.
Le prometo que iré a la escuela, que estudiaré y que me luciré
Todos los niños, cuando quieren obtener algo, repiten la misma historia.
¡Pero yo no soy como los otros niños! Soy más bueno que todos y
siempre digo la verdad. Le prometo, papá, que aprenderé un oficio y seré el
consuelo y el apoyo de su vejez.
Geppetto, que aunque había puesto cara de tirano tenía los ojos llenos de
lágrimas y el corazón henchido de pena al ver a su pobre Pinocho en aquel
lamentable estado, no contestó nada, pero tomó en sus manos los utensilios del
oficio y dos trocitos de madera seca, y se puso a trabajar con grandísimo afán.
En menos de una hora había ter minado los pies; dos piececitos ligeros,
delgados y nerviosos, como si los hubiera modelado un artista genial.
Entonces Geppetto le dijo al muñeco:
Cierra los ojos y duérmete.
Pinocho cerró los ojos y fingió dormir. Mientras se hacía el dormido,
Geppetto, con un poco de cola disuelta en una cáscara de huevo, le pegó los
pies en su sitio, y se los pegó tan bien que ni siquiera se veía la señal.
En cuanto el muñeco advirtió que ya tenía pies, saltó de la mesa en la que
estaba tendido y empezó a dar mil tumbos cabriolas, como si hubiera
enloquecido de contento.
Para recompensarle por todo lo que ha hecho por mí dijo Pinocho a su
papá quiero ir inmediatamente a la escuela.
¡Buen chico!
Para ir a la escuela, necesito alguna ropa.
Geppetto, que era muy pobre y no tenía ninguna moneda en el bolsillo, le
hizo un trajecito de papel floreado, un par de zapatos de corteza de árbol y un
gorrito de miga de pan.
En seguida Pinocho corrió a mirarse en una palangana llena de agua y
quedó tan satisfecho de sí mismo que dijo, pavoneándose:
¡Parezco un verdadero señor!
Desde luego replicó Geppetto, pero no lo olvides, no es el buen
traje lo que hace al señor, sino el traje limpio.
A propósito añadió el muñeco, para ir a la escuela me falta todavía
algo, me falta lo principal.
¿Qué es?
Me falta el silabario.
Tienes razón. Pero, ¿cómo conseguirlo?
Es facilísimo: se va a una librería y se compra.
¿Y el dinero?
Yo no lo tengo.
Pues yo, menos añadió el buen viejo, entristeciéndose.
Y Pinocho, aunque era un muchacho muy alegre, se puso también triste,
pues la miseria, si es verdadera, la entienden todos, hasta los niños.
¡Paciencia! gritó Geppetto, levantándose de un salto. Se puso la vieja
casaca de fustán, llena de remiendos y de piezas, y salió corriendo de la casa.
Volvió poco después; y cuando volvió traía en la mano el silabario para el
chico, pero venía sin casaca. El pobre hombre estaba en mangas de camisa, y
en la calle nevaba.
¿Y la casaca, papá?
La he vendido.
¿Por qué la ha vendido?
Porque me daba calor.
Pinocho comprendió la respuesta al vuelo y, sin poder frenar el ímpetu de
su buen corazón, saltó a los brazos de Geppetto y empezó a besarlo por toda la
cara.
IX
Pinocho vende su silabario para ir a ver el teatro de títeres.
En cuanto dejó de nevar, Pinocho, con su silabario nuevo bajo el brazo,
tomó el camino que llevaba a la escuela. Mientras caminaba, iba fantaseando
en su cerebro sobre mil razones y mil castillos en el aire, cada cuál más bonito.
Discurriendo por su cuenta, se decía:
Hoy en la escuela voy a aprender a leer enseguida, mañana aprenderé a
escribir, y pasado mañana aprenderé a hacer los números. Después, con mis
habilidades ganaré muchas monedas y con el primer dinero que me embolse
voy a comprarle a mi papá una bonita casaca de paño. ¿Qué digo, de paño? Se
la encargaré de plata y oro, con los botones de brillantes. El pobre se la merece
de verdad: para comprarme los libros y hacerme educar se ha quedado en
mangas de camisa
¡con este frío! ¡Sólo los padres son capaces de ciertos
sacrificios!
Mientras, muy conmovido, razonaba así, le pareció oír en lontananza una
música de pífanos y golpes de bombo: pipipi
, pipipi
,zum, zum,
zum, zum.
Se paró a escuchar. Los sonidos llegaban desde el final de una larguísima
calle transversal que llevaba a un pueblecito situado a orillas del mar.
¿Qué será esa música? ¡Lástima que yo tenga que ir a la escuela! Si
no
Se quedó allí, perplejo. De todos modos, había que tomar una resolución; o
a la escuela o a oír los pífanos.
Hoy iré a oír los pífanos y mañana a la escuela; para ir a la escuela
siempre hay tiempo dijo finalmente Pinocho, encogiéndose de hombros.
Dicho y hecho; enfiló la calle transversal y corrió cuanto le daban las
piernas. Cuanto más corría, más claramente oía el sonido de los pífanos y los
golpes del bombo: pipipi
, pipi pi
,pipipi
, zum, zum, zum,
zum.
Y he aquí que se encontró en el centro de una plaza llena de gente, que se
amontonaba en torno a un gran barracón de madera y de tela pintada de mil
colores.
¿Qué es ese barracón? preguntó Pinocho, volviéndose a un muchacho
que era de allí, del pueblo.
Lee la inscripción de ese cartel y lo sabrás.
La leería de buena gana, pero, de momento, no sé leer.
¡Qué burro! Te la leeré yo. Has de saber que en el cartel está escrito, con
letras rojas como el fuego: GRAN TEATRO DE TÍTERES.
¿Hace mucho que ha empezado la comedia?
Empieza ahora.
¿Cuánto hay que pagar por la entrada?
Cuatro centavos.
Pinocho, con la fiebre de la curiosidad, perdió toda contención y le dijo,
sin avergonzarse, al muchacho con quién hablaba:
¿Me prestarías cuatro centavos hasta mañana?
Te los daría de buena gana respondió el otro, burlándose, pero, de
momento, no te los puedo dar.
Te vendo mi chaqueta por cuatro centavos dijo entonces el muñeco.
¿Qué quieres que haga con una chaqueta de papel? Si llueve, no hay
forma de quitársela de encima.
¿Quieres comprar mis zapatos?
Sólo sirven para encender el fuego.
¿Cuánto me das por el gorro?
¡Bonita compra! ¡Un gorro de miga de pan! ¡Solo faltaba que los ratones
vinieran a comérselo en mi cabeza!
Pinocho estaba sobre ascuas. A punto de hacer una última oferta, no se
atrevía; vacilaba, titubeaba, sufría. Por fin dijo:
¿Quieres darme cuatro centavos por este silabario nuevo?
Yo soy niño y no compro nada a otro niño contestó su pequeño
interlocutor, que tenía más juicio que él.
¡Yo te doy cuatro centavos por el silabario! gritó un revendedor de
ropa usada que asistía a la conversación.
El libro fue vendido en un santiamén. ¡Y pensar que el pobre Geppetto se
quedó en casa, temblando de frío, en mangas de camisa, para comprar el
silabario a su hijo!
X
Los títeres reconocen a su hermano Pinocho y le tributan un gran
recibimiento; pero, en lo mejor de la fiesta, sale el titiritero Comefuego y
Pinocho corre el peligro de acabar mal.
Cuando Pinocho entró en el teatro de títeres sucedió algo que provocó casi
una revolución.
Hay que saber que el telón estaba levantado y la comedia había empezado
ya.
En el escenario se veía a Arlequín y Polichinela, que peleaban entre ellos y,
como de costumbre, se amenazaban con darse bofetadas y garrotazos de un
momento a otro.
La platea, muy atenta, se moría de risa al oír el altercado de aquellos dos
muñecos, que gesticulaban y se insultaban como si fueran dos animales
racionales, dos personas de este mundo.
De repente Arlequín dejó de recitar y, volviéndose al público señaló con la
mano a alguien en el fondo de la platea y empezó a gritar, con tono dramático:
¡Dios del Cielo! ¿Sueño o estoy despierto? Aquél de allí es Pinocho
¡Claro que es Pinocho! gritó Polichinela.
¡Sí que es él! chilló la señora Rosaura, haciendo una breve aparición
por el fondo del escenario.
¡Es Pinocho! ¡Es Pinocho! gritaron a coro todos los muñecos, saliendo a
saltos de los bastidores. ¡Es Pinocho, nuestro hermano Pinocho!
¡Viva Pinocho!
¡Pinocho, ven conmigo! gritó Arlequín. ¡Ven a arrojarte a los
brazos de tu hermano de madera!
Ante esta afectuosa invitación, Pinocho dio un salto y, desde el fondo de la
platea, pasó a las primeras filas de butacas; luego, dando otro salto, se subió a
la cabeza del director de la orquesta y desde allí se encaramó al escenario.
Es imposible figurarse los abrazos, los apretones, y las cabezadas de
verdadera y sincera hermandad que recibió Pinocho, en medio de aquella
confusión, de los actores y actrices de la compañía de títeres.
El espectáculo era conmovedor. Pero el público del teatro, viendo que la
comedia no continuaba, se impacientó y empezó a gritar:
¡Queremos la comedia, queremos la comedia!
Fue aliento perdido, porque los muñecos, en vez de continuar con la
representación, redoblaron los gritos y el bullicio y, subiendo a Pinocho en sus
hombros, lo llevaron en triunfo ante las luces de las candilejas.
Entonces apareció el titiritero, un hombretón feo que daba miedo sólo
mirarlo. Tenía una barba negra como un borrón de tinta, y tan larga que
llegaba desde el mentón al suelo; basta con decir que, cuando andaba, se la
pisaba. Su boca era ancha como un horno, sus ojos parecían faroles de vidrio
rojo, con la luz encendida dentro, y con las manos hacía chasquear una gruesa
fusta, hecha de piel de serpientes y de colas de zorro entrelazadas.
Ante la inesperada aparición del titiritero todos enmudecieron: nadie
resolló. Se habría oído volar una mosca. Los pobres muñecos, hombres y
mujeres, temblaban.
¿Por qué has venido a organizar semejante desbarajuste en mi teatro?
preguntó el titiritero a Pinocho, con un vozarrón de ogro, como si tuviera un
enorme resfrío.
¡Créame, ilustrísimo señor, la culpa no es mía!
¡Basta! Esta noche ajustaremos cuentas.
Y, en efecto, cuando acabó la representación de la comedia, el titiritero fue
a la cocina, donde le habían preparado para cenar un buen cordero, que giraba
lentamente, ensartado en el asador. En vista de que faltaba leña para terminar
de asarlo, llamó a Arlequín y Polichinela y les dijo:
Tráiganme a ese muñeco que encontrarán colgado de un clavo. Me
parece que es un muñeco hecho de leña muy seca y estoy seguro de que, si lo
echo al fuego, me dará una estupenda fogata para el asado. Arlequín y
Polichinela vacilaron al principio; pero, aterrorizados, por una mirada de su
amo, obedecieron, y poco después volvían a la cocina con el pobre Pinocho en
brazos; éste, debatiéndose como una anguila fuera del agua, chillaba
desesperadamente:
¡Papá, sálvame! ¡No quiero morir, no quiero morir!
XI
Comefuego estornuda y perdona a Pinocho, quien, después, salva de la
muerte a su amigo Arlequín.
El titiritero Comefuego (éste era su nombre) parecía un hombre horrendo,
sobre todo con aquella barba negra que, a modo de delantal, le cubría todo el
pecho y las piernas; pero, en el fondo, no era mala persona. La prueba es que,
cuando vio delante de sí a aquel pobre Pinocho, que se debatía
desesperadamente, gritando: «¡No quiero morir, no quiero morir!», empezó a
conmoverse y a apiadarse de él y, tras haber resistido un poco, no pudo más y
dejó escapar un sonoro estornudo.
Ante aquel estornudo, Arlequín, que hasta entonces había estado afligido y
doliente como un sauce llorón, alegró la cara e, inclinándose sobre Pinocho, le
susurró bajito:
Buenas noticias, hermano. El titiritero ha estornudado y eso es señal de
que ha tenido compasión de ti; ya estás a salvo.
Mientras todos los hombres, cuando se apiadan de alguien, lloran o por lo
menos fingen secarse los ojos, Comefuego, en cambio, cada vez que se
enternecía de verdad le daba por estornudar. Era un modo como otro
cualquiera de dar a entender la sensibilidad de su corazón.
Después de que hubo estornudado, el titiritero, haciéndose el mal genio,
gritó a Pinocho:
¡Deja de llorar! Tus lamentos me han producido un cosquilleo aquí, en
el estómago
Siento una congoja que casi, casi
¡atchís, atchís! Y
estornudó otras dos veces.
¡Salud! dijo Pinocho.
¡Gracias! ¿Viven tu padre y tu madre? le preguntó Comefuego.
Mi padre, sí; a mi madre no la he conocido.
¡Hay que ver qué pena tendría tu anciano padre si yo ahora te hiciera
arrojar a estos carbones ardientes! ¡Pobre viejo, lo compadezco!
¡Atchís.
atchís, atchís! y estornudó otras tres veces.
¡Salud! dijo Pinocho.
¡Gracias! También hay que compadecerme a mí, porque, como vez, no
me queda leña para acabar de asar ese cordero; ¡y tú, la verdad, me habrías
venido muy bien! Pero ya me he apiadado de ti y hay que tener paciencia. En
tu lugar, echaré al fuego a alguno de los muñecos de mi compañía
¡Eh,
gendarmes!
Ante esta orden, aparecieron dos gendarmes de madera, muy altos y muy
secos, con tricornio en la cabeza y sable desenvainado en la mano.
El titiritero les dijo con voz ronca:
Detengan a ese Arlequín, átenlo bien y échenlo al fuego para que se
queme. ¡Quiero que mi cordero se ase a la perfección!
¡Figúrense al pobre Arlequín! Fue tan grande su espanto que se le doblaron
las piernas y cayó al suelo de bruces.
Pinocho, ante aquel espectáculo desgarrador, se echó a los pies del titiritero
y, llorando a lágrima viva y mojándole todos los pelos de la larguísima barba,
empezó a decir con voz suplicante:
¡Piedad, señor Comefuego!
¡Aquí no hay señores! replicó con dureza el titiritero.
¡Piedad, caballero!
¡Aquí no hay caballeros!
¡Piedad, comendador!
¡Aquí no hay comendadores!
¡Piedad, Excelencia!
Al oírse llamar Excelencia, al titiritero se le iluminó la cara y,
convirtiéndose de golpe en un ser más humano y tratable, le dijo a Pinocho:
Bueno, ¿qué quieres de mí?
¡Le pido que perdone al pobre Arlequín!
No hay perdón que valga. Si te he perdonado a ti, es preciso que lo eche
a él al fuego, porque quiero que mi cordero esté bien asado.
¡En ese caso gritó altivamente Pinocho, levantándose y tirando su
gorro de miga de pan, en ese caso, ya sé cuál es mi deber! ¡Adelante,
señores gendarmes! Atenme y arrójenme a las llamas. ¡No, no es justo que el
pobre Arlequín, mi buen amigo, tenga que morir por mí!
Estas palabras, pronunciadas con voz sonora y acento heroico, hicieron
llorar a todos los muñecos que presenciaban la escena. Los mismos
gendarmes, aunque eran de madera, lloraban como corderitos.
Comefuego al principio se quedó tan duro e inmóvil como un pedazo de
hielo, pero, poco a poco, también él empezó a conmoverse y a estornudar.
Estornudó cuatro o cinco veces, abrió afectuosamente los brazos y le dijo a
Pinocho:
¡Eres un buen chico! Ven aquí y dame un beso.
Pinocho corrió hacia él y, trepando como una ardilla por la barba del
titiritero, le dio un magnífico beso en la punta de la nariz.
Entonces, ¿me concede el perdón? preguntó el pobre Arlequín, con un
hilo de voz que apenas se oía.
¡Concedido! respondió Comefuego. Luego añadió, mientras suspiraba
y movía la cabeza: ¡Paciencia! Esta noche me resignaré a comer el cordero
medio cocido; pero ¡ay de aquel a quien le toque la próxima vez!
Ante la noticia de la obtención del perdón, todos los muñecos corrieron al
escenario y encendieron las luces y los focos como para una función de gala, y
empezaron a saltar y a bailar. Era ya de madrugada y continuaban bailando.
XII
El titiritero Comefuego le regala a Pinocho cinco monedas de oro, para
que se las lleve a papá Geppetto. Pinocho se deja embaucar por la Zorra y
el Gato y se va con ellos.
Al día siguiente, Comefuego llamó aparte a Pinocho y le preguntó:
¿Cómo se llama tu padre?
Geppetto.
¿Qué oficio tiene?
El de pobre.
¿Gana mucho?
Gana lo necesario para no tener nunca un céntimo en el bolsillo.
Imagínese que, para comprarme el silabario de la escuela, tuvo que vender la
única casaca que tenía: una casaca que, entre piezas y remiendos, estaba hecha
una lástima.
¡Pobre diablo! Me da pena. Ahí tienes cinco monedas de oro. Ve
corriendo a llevárselas y salúdalo de mi parte.
Pinocho, fácil es imaginárselo, agradeció mil veces al titiritero; abrazó uno
por uno a todos los muñecos de la compañía, incluidos los gendarmes, y se
puso en camino para volver a su casa, loco de alegría.
Pero aún no había andado medio kilómetro cuando se encontró en el
camino una Zorra, coja de un pie, y un Gato, ciego de los dos ojos, que iban de
aquí para allá, ayudándose mutuamente como dos buenos compañeros de
desgracia. La Zorra, que era coja, caminaba apoyándose en el Gato, y el Gato,
que era ciego, se dejaba guiar por la zorra.
Buenos días, Pinocho dijo la Zorra, saludándolo cortésmente.
¿Cómo sabes mi nombre? preguntó el muñeco.
Conozco muy bien a tu papá.
¿Dónde lo has visto?
Lo he visto ayer, en la puerta de su casa.
¿Qué hacía?
Estaba en mangas de camisa y temblaba de frío.
¡Pobre papá! Pero, si Dios quiere, de hoy en adelante ya no temblará
¿Por qué?
Porque me he convertido en un gran señor.
¿Un gran señor tú? dijo la Zorra y empezó a reírse con una risa
descarada y burlona; y el Gato se reía también, pero, para no dejarlo ver, se
peinaba los bigotes con las patas delanteras.
¡No hay por qué reírse! gritó Pinocho, enojado siento mucho que se
les haga agua la boca, pero éstas, para que se enteren, son cinco hermosas
monedas de oro. Y sacó las monedas que Comefuego le había regalado.
Ante el simpático sonido de las monedas, la Zorra, en un ademán
involuntario, alargó la pata que parecía encogida, y el Gato abrió los ojos de
par en par, como dos linternas verdes; pero los cerró inmediatamente y
Pinocho no se dio cuenta de nada.
Y ahora preguntó la Zorra, ¿qué vas a hacer con esas monedas?
Ante todo contestó el muñeco, voy a comprarle a mi papá una
bonita casaca nueva, toda de oro y plata, con botones de brillantes. Y luego
compraré un silabario para mí.
¿Para ti?
Claro; voy a ir a la escuela y a estudiar de veras.
Mírame dijo la Zorra: por el tonto vicio de estudiar, perdí una pata.
Mírame dijo el Gato: por el tonto vicio de estudiar, perdí la vista de
los dos ojos.
En ese momento, un Mirlo blanco posado en el cercado del camino se puso
a cantar y dijo:
Pinocho, no hagas caso de los consejos de las malas compañías. ¡Te
arrepentirás si lo haces!
¡Pobre Mirlo, nunca lo hubiera dicho! El Gato, dando un gran salto, se
abalanzó sobre él y sin darle tiempo siquiera a decir «¡ay!» se lo comió de un
bocado, con plumas y todo.
Tan pronto como se lo hubo comido se limpió la boca, cerró otra vez los
ojos y continuó haciéndose el ciego, como antes.
¡Pobre Mirlo! dijo Pinocho al Gato. ¿Por qué lo trataste tan mal?
Lo hice para darle una lección. Así aprenderá a no meter la nariz en las
conversaciones de los demás.
Habían hecho ya más de la mitad del camino cuando la Zorra,
deteniéndose de improviso, le dijo al muñeco:
¿Quieres doblar tus monedas de oro?
¿Qué?
¿Quieres convertir tus cinco miserables monedas en cien, mil, dos mil?
¡Ojalá! ¿De qué manera?
La manera es facilísima. En vez de volverte a tu casa, tendrías que venir
con nosotros.
¿Adónde me quieren llevar?
Al país de los Badulaques.
Pinocho lo pensó un poco, y luego dijo resueltamente:
No, no quiero ir. Ahora estoy cerca de casa y quiero llegar a casa, pues
mi padre me espera. ¡Pobre viejo, quién sabe cuánto ha suspirado ayer al ver
que no volvía! Desde luego que he sido un mal hijo, y el Grilloparlante
tenía razón cuando decía: «Los niños desobedientes no conseguirán nada
bueno en este mundo». Yo lo he experimentado a mi costa, porque me han
pasado muchas desgracias y aun ayer por la noche, en casa de Comefuego, he
corrido peligro
¡Brr! ¡Sólo de pensarlo se me pone la carne de gallina!
Así que dijo la Zorra, ¿de verdad quieres irte a casa? ¡Ándate,
entonces, y peor para ti!
¡Peor para ti! repitió el Gato.
Piénsalo bien, Pinocho, porque estás dándole una patada a la fortuna.
¡A la fortuna! repitió el Gato.
Tus cinco monedas, de hoy a mañana, se hubieran convertido en dos
mil.
¡Dos mil! repitió el Gato.
Pero, ¿cómo es posible que se conviertan en tantas? preguntó
Pinocho, quedándose con la boca abierta por el estupor.
Ahora mismo te lo explico dijo la Zorra. Has de saber que, en el
país de los Badulaques, hay un campo bendito, llamado el Campo de los
Milagros. Tú haces en ese campo un hoyito y metes dentro, por ejemplo, una
moneda de oro. Recubres el hoyo con un poco de tierra, lo riegas con dos
baldes de agua de la fuente, echas encima un puñado de sal y por la noche te
vas tranquilamente a la cama. Durante la noche, la moneda germina y florece
y a la mañana siguiente, cuando te levantas, regresas al campo y, ¿qué es lo
que encuentras? Encuentras un árbol cargado de monedas de oro, tantas como
granos puede tener una espiga en el mes de enero.
Así que dijo Pinocho, cada vez más aturdido, si yo enterrara en ese
campo mis cinco monedas, ¿cuántas encontraría a la mañana siguiente?
Es una cuenta muy fácil contestó la Zorra; una cuenta que se puede
hacer con los dedos de la mano. Calcula que cada moneda te dé un racimo de
quinientas monedas; multiplica quinientos por cinco y, a la mañana siguiente,
te embolsas dos mil quinientas monedas contantes y sonantes
¡Oh, qué estupendo! gritó Pinocho, bailando de alegría. Apenas
recoja esas monedas, me guardaré dos mil para mí y les daré a ustedes
quinientas, como regalo.
¡Un regalo para nosotros! gritó la Zorra, muy desdeñosa, haciéndose
la ofendida. ¡Dios te libre!
¡Dios te libre! repitió el Gato.
Nosotros continuó la Zorra no trabajamos por el vil interés;
trabajamos únicamente para enriquecer a los demás.
¡A los demás! repitió el Gato.
«¡Qué buenas personas!», pensó para sí Pinocho; en el acto se olvidó de su
padre, de la casaca nueva, del silabario y de todos los buenos propósitos que
había hecho, y dijo a la Zorra y al Gato:
Vámonos. Voy con ustedes.
XIII
La hostería del Camarón Rojo.
Después de mucho caminar llegaron por fin, al caer la noche, muertos de
cansancio, a la hostería del Camarón Rojo.
Detengámonos aquí dijo la Zorra a comer un bocado y descansar
unas horas. Saldremos a medianoche para estar mañana, de madrugada, en el
Campo de los Milagros.
Entraron en la posada y se sentaron ante una mesa; pero ninguno de los
tres tenía apetito.
El pobre Gato, que se sentía gravemente indispuesto del estómago, sólo
pudo comer treinta y cinco salmonetes con salsa de tomate y cuatro raciones
de callos a la parmesana. Y como los callos no le parecían bastante sazonados,
pidió tres veces mantequilla y queso rallado.
La Zorra hubiera picado con gusto algo; pero el médico le había prescrito
una grandísima dieta y tuvo que contentarse con una simple liebre y con un
ligerísimo guiso de pollos cebados. Después de la liebre se hizo servir, como
aperitivo, un guisado de perdices, conejos y ranas, y ya no quiso más. La
comida le daba tales náuseas, según ella, que no podía llevarse nada a la boca.
Quien comió menos de todos fue Pinocho. Pidió una nuez y un cachito de
pan y los dejó en el plato.
El pobre niño, con el pensamiento fijo en el Campo de los Milagros, había
sufrido una indigestión anticipada de monedas de oro. Cuando acabaron de
cenar, la Zorra le dijo al posadero:
Denos dos buenas habitaciones, una para el señor Pinocho y otra para mí
y mi compañero. Antes de partir, dormiremos un corto tiempo. Pero no olvide
que a medianoche deben despertarnos para continuar nuestro viaje.
Sí, señores respondió el posadero, y guiñó un ojo a la Zorra y al Gato,
como diciendo: «¡He comprendido al vuelo! ¡Entendido!»
Tan pronto como Pinocho se metió en la cama quedó dormido de golpe y
empezó a soñar. En su sueño, le parecía que estaba en medio de un campo y
este campo estaba lleno de arbolitos cargados de racimos, y estos racimos
estaban cargados de monedas de oro; bamboleándose a impulsos del viento,
hacían zin, zin, zin, como si quisieran decir: «Quien nos quiera, que venga a
sacarnos». Pero cuando Pinocho estaba en lo mejor, es decir, cuando alargó la
mano para agarrar a puñados todas aquellas monedas y metérselas en el
bolsillo, lo despertaron de repente tres violentísimos golpes dados en la puerta
de la habitación.
Era el posadero, que venía a decirle que ya habían dado las doce.
¿Mis compañeros están listos? preguntó el muñeco.
Más que listos. Se han marchado hace dos horas.
¿Por qué tanta prisa?
Porque el Gato ha recibido el mensaje de que la vida de su gatito mayor,
enfermo de sabañones en los pies, corría peligro.
¿Y han pagado la cena?
¿Qué cree usted? Son personas demasiado educadas para hacer tal
afrenta a su señoría.
¡Lástima! ¡Me hubiera gustado tanto esa afrenta!
dijo Pinocho,
rascándose la cabeza.
Después, preguntó:
¿Y dónde han dicho que me esperan esos buenos amigos?
En el Campo de los Milagros, mañana, al despuntar el día. Pinocho pagó
una moneda por su cena y la de sus compañeros, y partió.
Se puede decir que partió a ciegas, pues fuera de la hostería había una
oscuridad tan grande que no se veía nada. En el campo no se oía moverse una
hoja. Solamente algunos pajarracos nocturnos atravesaban el camino, de cerco
a otro, y venían a golpear con sus alas la nariz de Pinocho, el cual,
retrocediendo de un salto, temeroso, gritaba: «¿Quién va?», y el eco de las
colinas circundantes repetía, en lontananza: «¿Quién va?
¿Quién va?
¿Quién va?
»
Entonces, mientras caminaba, vio sobre el tronco de un árbol un animalito
que relucía con una luz pálida y opaca, como una mariposa dentro de una
lámpara.
¿Quién eres? preguntó Pinocho.
Soy la sombra del Grilloparlante respondió el animalito con una
voz muy débil, que parecía venir del más allá.
¿Qué quieres de mí? dijo el muñeco.
Quiero darte un consejo. Retrocede y lleva las cuatro monedas que te
han quedado a tu padre, que llora y se desespera porque no te ha vuelto a ver.
Mañana mi padre será un gran señor, porque estas cuatro monedas se
convertirán en dos mil.
No te fíes, muchacho, de los que prometen hacerte rico de la noche a la
mañana. Normalmente, o son locos o embusteros. Créeme, retrocede.
Yo, sin embargo, quiero continuar.
¡Es muy tarde!
Quiero continuar.
La noche es oscura
Quiero continuar.
El camino es peligroso
Quiero continuar.
Acuérdate que los niños que pretenden obrar a su capricho y a su modo,
tarde o temprano se arrepienten.
Las historias de siempre. Buenas noches, Grillo.
Buenas noches, Pinocho, y que el cielo te salve del rocío y de los
asesinos.
Una vez dichas estas últimas palabras, el Grilloparlante se apagó de
golpe, como se apaga una vela a la que soplan, y el camino quedó más oscuro
que antes.
XIV
Pinocho, por no haber dado crédito a los buenos consejos del Grillo
parlante tropieza con los asesinos.
Desde luego dijo para sí el muñeco, continuando su viaje, nosotros,
los niños, somos muy desgraciados. Todos nos gritan, todos nos reprenden,
todos nos dan consejos. Si los dejáramos, a todos se les metería en la cabeza
convertirse en nuestros padres y maestros; a todos, hasta a los Grillos
parlantes. Ya lo estoy viendo: ¡cómo no he querido hacer caso a ese pesado de
Grillo, quién sabe cuántas desgracias me van a suceder, según él! ¡Hasta voy a
encontrarme con los asesinos! Menos mal que yo no creo en los asesinos, ni he
creído nunca. Para mí que los asesinos han sido inventados a propósito por los
padres, para meter miedo a los niños que quieren salir por la noche. Y, además,
aunque los encontrara aquí, en el camino, ¿me darían miedo? Ni soñarlo. Me
encararía con ellos, gritando: «Señores asesinos, ¿qué quieren de mí? No
olviden que conmigo no se juega. Conque, ¡sigan con sus asuntos y
calladitos!». Ante estas palabras, dichas seriamente, me parece ver a esos
pobres asesinos escapando, rápidos como el viento. Y en el caso de que fueran
tan mal educados como para no escapar, escaparía yo, y así acabaríamos
Pero Pinocho no pudo terminar su razonamiento, porque en ese momento
le pareció oír a sus espaldas un levísimo crujir de hojas.
Se volvió a mirar y vio en la oscuridad a dos figuras negras,
completamente encapuchadas en dos sacos de carbón, que corrían detrás de él
a saltos y de puntillas, como si fueran dos fantasmas.
¡Aquí lo tenemos! se dijo; y, no sabiendo dónde esconder las cuatro
monedas, se las escondió en la boca, precisamente debajo de la lengua.
Después trató de escapar. Pero aún no había dado el primer paso cuando
sintió que lo agarraban por los brazos y oyó dos voces horribles y cavernosas,
que le dijeron:
¡La bolsa o la vida!
Pinocho, que no podía contestar a causa de las monedas que tenía en la
boca, hizo mil gestos y pantomimas para dar a entender a los dos
encapuchados, de los cuales no se veían más que los ojos a través de los
agujeros del saco, que él era un pobre muñeco, y que no tenía en el bolsillo ni
siquiera un céntimo falso.
¡Vamos, vamos! ¡Menos cháchara y saca el dinero! gritaban
amenazadoramente los dos bandidos.
El muñeco hizo con la cabeza y con las manos un ademán como diciendo:
«No tengo».
¡Saca el dinero o date por muerto! repitió el otro.
Y después de matarte a ti, ¡mataremos también a tu padre!
¡También a tu padre!
¡No, no, no! ¡A mi pobre padre, no! gritó Pinocho, con desesperado
acento; pero, al gritar así, las monedas resonaron en su boca.
¡Ah, tunante! ¡Conque te has escondido el dinero bajo la lengua!
¡Escúpelo ahora mismo!
Y Pinocho, como si no oyese.
¡Ah! ¿Te haces el sordo? ¡Espera un poco, que te lo haremos escupir
nosotros!
En efecto, uno de ellos aferró al muñeco por la punta de la nariz y el otro
lo cogió por la barbilla empezaron a tirar descomedidamente, hacia un lado y
otro, para obligarlo a abrir la boca; pero no hubo caso. La boca del muñeco
parecía clavada y remachada.
Entonces el asesino más bajo de estatura sacó un gran cuchillo y trató de
clavárselo a modo de palanca y de cincel, entre los labios; pero Pinocho,
rápido como un relámpago, le enganchó la mano entre los dientes y, después
de habérsela arrancado del mordisco, la escupió; figúrense su asombro cuando
advirtió que, en vez de una mano, había escupido al suelo una zarpa de gato.
Animado por esta primera victoria, se libró por la fuerza de las uñas de los
asesinos y, saltando el cerco del camino, empezó a huir a campo traviesa. Los
asesinos corrían tras él como dos perros detrás de una liebre; y el que había
perdido una pata corría con una sola pierna, y nunca se supo cómo se las
arreglaba.
Tras una carrera de quince kilómetros, Pinocho no podía más. Entonces,
viéndose perdido, trepó por el tronco de un altísimo pino y se sentó en lo alto
de las ramas. Los asesinos trataron de trepar también, pero resbalaron a la
mitad del tronco y, al caer al suelo, se despellejaron las manos y los pies.
No por ello se dieron por vencidos; más aún, recogieron un haz de leña
seca al pie del pino y le prendieron fuego. En menos de lo que se tarda en
decirlo, el pino empezó a arder y a quemarse como una candela agitada por el
viento. Pinocho, al ver que las llamas subían cada vez más, y no queriendo
terminar como un pichón asado, dio un buen salto desde la copa del árbol y se
lanzó a correr a través de los campos y de los viñedos. Y los asesinos detrás,
siempre detrás, sin cansarse nunca.
Entretanto, comenzaba a amanecer y seguían persiguiéndolo; de repente,
Pinocho se encontró con un foso ancho y hondísimo, lleno de un agua sucia,
de color café con leche, que le impedía el paso. ¿Qué hacer?
¡Una, dos, tres! gritó el muñeco y, tomando carrera, saltó a la otra
parte.
Y los asesinos saltaron también, pero no calcularon bien la distancia y,
¡cataplum!
cayeron justo en el medio del foso. Pinocho, que oyó la
zambullida y las salpicaduras del agua, gritó mientras reía y segura corriendo:
¡Buen baño, señores asesinos!
Y ya se figuraba que se habían ahogado cuando, al volverse a mirar,
advirtió que ambos corrían detrás de él, siempre encapuchados con los sacos y
soltando agua como dos cestos desfondados.
XV
Los asesinos persiguen a Pinocho y cuando lo alcanzan lo cuelgan de una
rama de la Gran Encina.
Pinocho, ya sin ánimo, estaba a punto de arrojarse al suelo y darse por
vencido, cuando, al girar los ojos en torno, vio blanquear en lontananza, entre
el verde oscuro de los árboles, una casita blanca como la nieve.
Si me quedara aliento para llegar hasta la casa, quizás estaría a salvo
se dijo.
Y, sin duda un minuto, continuó corriendo por el bosque con renovadas
fuerzas. Y los asesinos, detrás siempre. Después de una desesperada carrera de
casi dos horas, llegó jadeante a la puerta de la casita y llamó. No contestó
nadie. Volvió a llamar con violencia, pues oía acercarse el rumor de los pasos
y la afanosa respiración de sus perseguidores.
El mismo silencio.
Advirtiendo que el llamar no servía de nada, empezó, en su desesperación,
a dar patadas y cabezadas a la puerta.
Entonces se asomó a la ventana una hermosa joven de cabellos azules y
rostro blanco como una figura de cera, con los ojos cerrados y las manos
cruzadas sobre el pecho, la cual, sin mover los labios, dijo con una vocecita
que parecía llegar del otro mundo:
En esta casa no hay nadie. Están todos muertos.
¡Ábreme tú, por lo menos! gritó Pinocho, llorando y suplicando.
Yo también estoy muerta.
¿Muerta? Y entonces, ¿qué haces en la ventana?
Espero el ataúd que vendrá a llevarme.
Apenas dicho esto la niña desapareció y la ventana se cerró sin hacer ruido.
¡Oh, hermosa niña de cabellos azules gritaba Pinocho, ábreme, por
caridad! Ten compasión de un pobre niño perseguido por los ases
Pero no pudo acabar la palabra, pues sintió que lo aferraban por el cuello y
oyó los consabidos vozarrones, que gruñían amenazadoramente:
¡Ahora ya no escaparás!
El muñeco, viendo relampaguear la muerte ante sus ojos, fue acometido
por un temblor tan fuerte que, al temblar, le sonaban las junturas de sus
piernas de madera y las cuatro monedas que tenía escondidas bajo la lengua.
Entonces le preguntaron los asesinos, ¿quieres abrir la boca, sí o
no? ¡Ah! ¿No contestas?
Deja, deja: ¡esta vez te la haremos abrir nosotros!
Y sacando dos cuchillos muy largos, afilados como navajas de afeitar, ¡zas!
. le encajaron dos cuchilladas entre los riñones.
Por suerte el muñeco estaba hecho de una madera durísima y por tal
motivo, las dos hojas, quebrándose, se hicieron mil pedazos y los asesinos se
quedaron mirándose las caras, con el mango de los cuchillos en la mano.
Ya sé dijo entonces uno de ellos, es preciso ahorcarlo.
¡Ahorquémoslo!
¡Ahorquémoslo! repitió el otro.
Dicho y hecho. Le ataron las manos a la espalda, le pasaron un nudo
corredizo en torno al cuello y lo colgaron de la rama de un gran árbol, llamado
la Gran Encina.
Luego se quedaron allí, sentados en la hierba, esperando que el muñeco
muriera; pero, tres horas después, continuaba con los ojos abiertos, la boca
bien cerrada, y pataleaba más que nunca.
Aburrido al fin de esperar, se volvieron a Pinocho y le dijeron, riendo
burlonamente:
Adiós, hasta mañana. Esperamos que cuando volvamos aquí mañana
tendrás la amabilidad de estar bien muerto y con la boca abierta de par en par.
Y se fueron.
Entretanto se había levantado un impetuoso viento que, soplando y
rugiendo rabiosamente, azotaba de aquí para allá al pobre ahorcado,
haciéndolo oscilar tan violentamente como el badajo de una campana que
llama a una fiesta. Este bamboleo le ocasionaba agudísimas contracciones y el
nudo corredizo, apretándose cada vez más a la garganta, le cortaba la
respiración.
Poco a poco se le iban apagando los ojos; y aunque sentía acercarse la
muerte, seguía esperando que de un momento a otro pasara un alma caritativa
y lo ayudara. Pero cuando, espera que te esperarás, vio que no aparecía nadie,
le vino a la mente su pobre padre
y balbuceó, casi moribundo:
¡Oh, papá! ¡Si estuvieras aquí!
No tuvo aliento para decir más. Cerró los ojos, abrió la boca, estiró las
piernas y, dando una gran sacudida, se quedó tieso.
XVI
La hermosa joven de los cabellos azules hace recoger al muñeco, lo pone
en la cama y llama a tres médicos para saber si está vivo o muerto.
Mientras el pobre Pinocho, colgado por los asesinos de una rama de la
Gran Encina, parecía ya más muerto que vivo, la hermosa joven de los
cabellos azules se asomó a la ventana y, apiadada ante la visión de aquel
infeliz que, suspendido por el cuello, bailaba con las ráfagas del viento, juntó
tres veces las manos y dio tres palmaditas.
A esta señal se oyó un gran ruido de alas, que se batían precipitadamente, y
un enorme Halcón vino a posarse en el alféizar de la ventana.
¿Qué ordenas, mi graciosa Hada? preguntó el Halcón, bajando el pico
en señal de reverencia (pues hay que saber que la niña de los cabellos azules
era una bondadosa Hada que vivía desde hacía más de mil años en las
cercanías de aquel bosque).
¿Ves aquel muñeco que cuelga de una rama de la Gran Encina?
Lo veo.
Vuela hacia allá inmediatamente, rompe con tu pico el nudo que lo tiene
suspendido en el aire, y pósalo delicadamente sobre la hierba, al pie de la
Encina.
El Halcón salió volando y volvió dos minutos después, diciendo:
Ya está hecho lo que me has ordenado.
¿Cómo lo has encontrado? ¿Vivo o muerto?
A primera vista parecía muerto, pero no debe de estar aún muerto del
todo, porque apenas he desatado el nudo corredizo que le apretaba el cuello,
ha dejado escapar un suspiro.
Entonces el Hada dio dos palmadas y apareció un magnífico perro de
aguas, que caminaba erguido sobre las patas de atrás, como si fuera un
hombre.
El Perro de aguas estaba vestido de cochero, con librea de gala. Tenía en la
cabeza un sombrero de tres picos, galoneado de oro, y una peluca blanca con
rizos que le bajaban por el cuello; vestía una levita de color chocolate, con
botones de brillantes y dos grandes bolsillos para guardar los huesos con que
lo regalaba su ama, un par de pantalones cortos de terciopelo carmesí, medias
de seda y zapatos escotados, y llevaba detrás una especie de funda de
paraguas, toda de raso azul, para meter el rabo cuando empezaba a llover.
¡Aprisa, Medoro! ordenó el Hada al Perro. Haz enganchar en
seguida la más hermosa carroza de mi cuadra y toma el camino del bosque.
Cuando llegues a la Gran Encina encontrarás, tendido en la hierba, a un pobre
muñeco, medio muerto. Recógelo con cuidado, pósalo delicadamente sobre los
cojines de la carroza y tráemelo aquí. ¿Entendido?
El Perro, para dar a entender que había comprendido, meneó tres o cuatro
veces la funda de raso azul que tenía detrás y partió como un rayo. Poco
después se vio salir de la cuadra una hermosa carroza del color del aire,
acolchada con plumas de canario y forrada en su interior con nata, crema y
pastelillos. Tiraban de la carroza cien pares de ratones blancos, y el perro,
sentado en el pescante, restallaba el látigo a derecha e izquierda, como un
cochero que teme llegar con retraso.
Aún no había pasado un cuarto de hora y ya estaba de vuelta la carroza. El
Hada, que esperaba en la puerta de la casa, tomó en sus brazos al pobre
muñeco y, llevándolo a la habitación que tenía las paredes de madreperla,
mandó llamar inmediatamente a los médicos más famosos de la vecindad.
Los médicos llegaron en seguida, uno tras otro. Eran un Cuervo, una
Lechuza y un Grilloparlante.
Señores, quisiera saber por ustedes dijo el Hada, dirigiéndose a los
tres médicos reunidos en torno al lecho de Pinocho, quisiera saber por
ustedes si este desgraciado muñeco está vivo o muerto
Ante esta invitación, el Cuervo, adelantándose el primero, tomó el pulso a
Pinocho; luego le tocó la nariz y los dedos meñiques de los pies; cuando hubo
palpado todo bien, pronunció solemnemente estas palabras:
A mi entender, el muñeco está bien muerto; pero, si por desgracia no
estuviera muerto, entonces sería indicio seguro de que está vivo.
Lo siento dijo la Lechuza, pero tengo que contradecir al Cuervo, mi
ilustre amigo y colega. Para mí, el muñeco está vivo; pero, si por desgracia no
estuviera vivo, entonces sería señal de que está verdaderamente muerto.
Y usted, ¿no dice nada? preguntó el Hada al Grilloparlante.
Yo digo que el médico prudente, cuando no sabe lo que dice, lo mejor
que puede hacer es callarse.
Además, este muñeco no es una cara nueva para mí. ¡Lo conozco hace
mucho!
Pinocho, que hasta entonces había estado inmóvil como un verdadero
pedazo de madera, tuvo una especie de temblor convulsivo que hizo vibrar
todo el lecho.
Este muñeco continuó el Grillo es un pícaro redomado
Pinocho abrió los ojos y los cerró inmediatamente.
Es un pilluelo, un perezoso, un vagabundo
Pinocho escondió la cara
bajo las sábanas.
¡Este muñeco es un hijo desobediente, que hará morir de pena a su pobre
padre!
En este momento se oyó en la habitación un sonido ahogado de llantos y
sollozos. Figúrense cómo se quedaron todos cuando, levantando un poco las
sábanas, advirtieron que quien lloraba y sollozaba era Pinocho.
¡Cuando el muerto llora, es señal de que está en vías de curación! dijo
solemnemente el Cuervo.
Lamento contradecir a mi ilustre amigo y colega intervino la Lechuza
; para mí, si el muerto llora, es señal de que no le gusta morir.
XVII
Pinocho come el azúcar pero no quiere tomar el purgante; mas cuando ve
a los enterradores que vienen a llevárselo, se purga. Después dice una
mentira y en castigo le crece la nariz.
Apenas salieron los tres médicos de la habitación, el Hada se acercó a
Pinocho y, tras haberle tocado la frente, se dio cuenta de que tenía una fiebre
altísima.
Entonces disolvió unos polvos blancos en medio vaso de agua y,
tendiéndoselo al muñeco, le dijo cariñosamente:
Bébetela y te curarás en pocos días.
Pinocho miró el vaso, torció un poco el gesto y después preguntó, con voz
quejicosa:
¿Es dulce o amarga?
Es amarga, pero te hará bien.
Si es amarga, no la quiero.
Créeme, bébetela.
No me gusta lo amargo.
Bébetela; cuando te la hayas bebido, te daré un terrón de azúcar para que
se quite el mal sabor.
¿Dónde está el terrón de azúcar?
Aquí
dijo el Hada, sacándolo de un azucarero de oro.
Primero quiero el terrón de azúcar y luego me beberé esa agua amarga.
¿Me lo prometes?
Sí
El Hada le dio el terrón y Pinocho, tras chuparlo y tragárselo en un
instante, exclamó, relamiéndose:
¡Qué bueno si el azúcar fuera una medicina!
Me purgaría todos los
días.
Ahora cumple tu promesa y bébete estas gotitas de agua que te
devolverán la salud.
Pinocho tomó de mala gana el vaso y metió dentro de él la punta de la
nariz, después se lo acercó a la boca, después volvió a meter la punta de la
nariz, y por último dijo:
¡Es demasiado amarga! ¡Demasiado amarga! No me la puedo beber.
¿Cómo dices eso si ni siquiera la has probado?
¡Me lo figuro! Lo he notado por el olor. Primero quiero otro terrón de
azúcar
, y luego me la beberé.
Entonces el Hada, con toda la paciencia de una buena madre, le metió en la
boca otro poco de azúcar y después le presentó el vaso.
¡Así no me la puedo beber!
exclamó el muñeco, haciendo mil muecas.
¿Por qué?
Porque me molesta ese almohadón que tengo ahí, a los pies. El Hada le
quitó el almohadón.
¡Es inútil! ¡Ni siquiera así me la puedo beber!
¿Qué otra cosa te molesta?
Me molesta la puerta de la habitación, que está abierta. El Hada fue y
cerró la puerta de la habitación.
¡No!
gritó Pinocho, estallando en llanto
. No quiero beberme esta
agua amarga. No quiero beberla, no, no y no.
Hijo mío, te arrepentirás
No me importa
Tu enfermedad es grave
No me importa
La fiebre te llevará en pocas horas al otro mundo
No me importa
¿No tienes miedo a la muerte?
¡No tengo miedo!
Es mejor morir que tomar esa medicina tan mala
En aquel momento se abrió de par en par la puerta de la habitación y
entraron cuatro conejos, negros como la tinta, que llevaban a hombros un
pequeño ataúd.
¿Qué quieren de mí?
gritó Pinocho, sentándose en la cama muy
asustado.
Hemos venido a buscarte
contestó el Conejo más grande.
¿A buscarme?
¡Pero si aún no estoy muerto!
Aún no, ¡pero te quedan pocos minutos de vida, porque te has negado a
beber el remedio que te hubiera cesado la fiebre!
¡Oh, Hada! ¡Oh, Hada!
empezó a chillar entonces el muñeco
. Dame
enseguida ese vaso
Date prisa, por caridad, porque no quiero morir, no
.
no quiero morir
Tomó el vaso con ambas manos y se lo bebió de un trago.
¡Paciencia!
dijeron los conejos
. Esta vez hemos hecho el viaje en
balde.
Y, echándose de nuevo el ataúd a hombros, salieron de la habitación,
murmurando y refunfuñando entre dientes.
A los pocos minutos, Pinocho saltó del lecho completa mente curado;
pues hay que saber que los muñecos de madera tienen el privilegio de
enfermar raras veces y de curarse velozmente.
El Hada, viéndolo correr y retozar por la habitación, ágil y alegre como un
gallito joven, le dijo:
¿Así que mi medicina te ha hecho bien?
¡Mucho más que bien! ¡Me ha devuelto al mundo!
Entonces, ¿por qué te hiciste rogar tanto para beberla?
¡Nosotros, los niños, somos así! Tenemos más miedo a los remedios que
a la enfermedad.
¡Qué vergüenza! Los niños deberían saber que un buen medicamento,
tomado a tiempo, puede salvarlos de una grave enfermedad y hasta de la
muerte
¡Oh! ¡Otra vez no me haré rogar tanto! me acordaré de aquellos conejos
negros con el ataúd a hombros
, tomaré el vaso en seguida y
¡adentro!
Ven ahora junto a mí y cuéntame cómo llegaste a caer en manos de los
asesinos.
Sucedió que el titiritero Comefuego me dio algunas monedas de oro y
me dijo: Toma, llévaselas a tu padre, y yo, en cambio, por el camino,
encontré una Zorra y un Gato, dos bellísimas personas, que me dijeron:
¿Quieres que esas monedas se conviertan en mil y dos mil? Ven con nosotros
y te llevaremos al Campo de los Milagros.
Y yo dije: Vamos; y ellos dijeron: Detengámonos aquí, en la hostería
del Camarón Rojo, y saldremos después de medianoche. Cuando me
desperté, ellos ya no estaban, se habían ido. Entonces empecé a andar. Había
una oscuridad muy grande y encontré en el camino a dos asesinos dentro de
dos sacos de carbón que me dijeron: Saca el dinero; y yo dije: No lo
tengo, porque me había escondido las cuatro monedas de oro en la boca, y
uno de los asesinos intentó meterme la mano en la boca, y yo de un mordisco
le corté la mano y luego la escupí, pero en vez de una mano escupí una zarpa
de gato.
Y los asesinos corrían detrás de mí, y yo corre que te corre, hasta que me
alcanzaron y me ataron por el cuello a un árbol de este bosque, diciendo:
Mañana volveremos aquí y entonces estarás muerto y con la boca abierta y
así te quitaremos las monedas de oro que has escondido bajo la lengua.
¿Y dónde has puesto ahora las cuatro monedas?
le preguntó el Hada.
Las he perdido
contestó Pinocho; pero dijo una mentira, porque las
tenía en el bolsillo.
Tan pronto dijo la mentira, su nariz, que ya era larga, le creció de repente
dos dedos más.
¿Dónde las has perdido?
En el bosque vecino.
Ante esta segunda mentira, la nariz siguió creciendo.
Si las has perdido en el bosque vecino, las buscaremos y las
encontraremos
dijo el Hada
, porque todo lo que se pierde en el bosque
vecino se encuentra siempre.
¡Ah! Ahora que me acuerdo
replicó el muñeco, haciéndose un lio, las
cuatro monedas no las he perdido; me las he tragado sin darme cuenta
mientras bebía su medicina.
Ante esta tercera mentira, la nariz se le alargó de forma tan extraordinaria
que el pobre Pinocho no podía volverse hacia ningún lado. Si se volvía hacia
una parte, chocaba con la nariz en la cama o los cristales de la ventana; si se
volvía hacia la otra, chocaba con las paredes o con la puerta del cuarto; si
levantaba un poco la cabeza, corría el riesgo de metérsela en un ojo al Hada.
El Hada lo miraba y se reía.
¿Por qué te ríes?
le preguntó el muñeco, muy confuso y preocupado
por aquella nariz que crecía a ojo, vistas.
Me río de las mentiras que has dicho.
¿Cómo sabes que he dicho mentiras?
Las mentiras, niño mío, se reconocen en seguida, porque las hay de dos
clases: las mentiras que tienen las piernas cortas y las mentiras que tienen la
nariz larga; las tuyas, por lo visto, son de las que tienen la nariz larga.
Pinocho, avergonzado, no sabía dónde esconderse e intentó escapar de la
habitación; pero no lo logró. Su nariz había crecido tanto que no pasaba por la
puerta.
XVIII
Pinocho vuelve a encontrar a la Zorra y al Gato y se va con ellos a
sembrar las cuatro monedas en el Campo de los Milagros.
Como se pueden imaginar, el Hada dejó que el muñeco llorara y chillara
una buena media hora, con motivo de aquella nariz que no pasaba por la
puerta del cuarto. Así le dio una severa lección para corregirle el feo vicio de
decir mentiras, el vicio más feo que puede tener un niño. Pero cuando lo vio
transfigurado y con los ojos fuera de las órbitas, por la desesperación,
entonces, movida a piedad, dio unas palmadas y, a aquella señal, entró en la
habitación por la ventana un millar de grandes pájaros llamados carpinteros,
que se posaron en la nariz de Pinocho y empezaron a picoteársela tanto y tan
bien que en pocos minutos aquella nariz enorme y disparatada se encontró
reducida a su tamaño natural.
¡Qué buena eres, Hada! exclamó el muñeco, secándose los ojos. ¡Y
cuánto te quiero!
También yo te quiero aseguró el Hada, y, si quieres quedarte
conmigo, serás mi hermanito y yo tu buena hermanita
Me quedaría encantado
pero, ¿y mi pobre padre?
He pensado en todo. Tu padre ya está avisado; y antes de la noche
llegará aquí.
¿De veras? gritó Pinocho, saltando de alegría. Entonces, Hadita, si
te parece, querría ir a su encuentro. ¡No veo la hora de poder dar un beso a ese
pobre viejo, que tanto ha sufrido por mí!
Vete, pero ten cuidado de no perderte. Sigue el camino del bosque y
estoy segurísima de que lo encontrarás.
Pinocho se fue; apenas entró en el bosque, empezó a correr como un corzo.
Cuando hubo llegado a cierto sitio, casi enfrente de la Gran Encina, se detuvo,
pues le pareció oír gente en medio de las frondas. ¿Adivinan a quién vio
aparecer en el camino? A la Zorra y al Gato, sus compañeros de viaje, con
quienes había cenado en la posada del Camarón Rojo.
¡Mira, nuestro querido Pinocho! gritó la Zorra, abrazándolo y
besándolo. ¿Cómo estás aquí?
¿Cómo estás aquí? repitió el Gato.
Es una larga historia dijo el muñeco, se la contaré despacio. Han de
saber que la otra noche, cuando me dejaron solo en la posada, encontré a los
asesinos en el camino
¿Los asesinos? ¡Oh, mi pobre amigo! ¿Y qué querían?
Querían robarme las monedas de oro.
¡Infames! dijo la Zorra.
¡Infamísimos! repitió el Gato.
Pero yo empecé a escapar continuó el muñeco y ellos siempre
detrás, hasta que me alcanzaron y me colgaron de una rama de esa Encina
Y Pinocho señaló la Gran Encina, que estaba a dos pasos de allí.
¿Se puede oír algo peor? dijo la Zorra. ¡En qué mundo estamos
condenados a vivir! ¿Dónde encontraremos un refugio seguro las personas
decentes?
Mientras hablaban así, Pinocho se dio cuenta de que el Gato cojeaba de la
pata delantera derecha, porque le faltaba toda la zarpa, incluso con las uñas;
así que le preguntó:
¿Qué has hecho de tu zarpa?
El Gato quería contestar algo, pero se hizo un lío, Entonces la Zorra dijo en
seguida:
Mi amigo es demasiado modesto y por eso no contesta. Contestaré yo
por él. Has de saber que hace una hora encontramos en el camino a un viejo
lobo, casi desfallecido de hambre, que nos pidió una limosna. Y como no
teníamos nada que darle, ¿qué hizo mi amigo, que tiene un corazón de oro? Se
cortó con los dientes una zarpa de sus patas delanteras y se la echó al pobre
animal, para que pudiera quitarse el hambre.
Y la Zorra, al decir esto, se enjugó una lágrima.
Pinocho, también conmovido, se acercó al Gato, susurrándole al oído:
¡Si todos los gatos fueran como tú, felices ratones!
¿Qué haces por estos lugares? preguntó la Zorra al muñeco.
Espero a mi padre, que debe llegar de un momento a otro.
¿Y tus monedas de oro?
Las tengo en el bolsillo, menos una que gasté en la hostería.
¡Y pensar que, en vez de cuatro monedas, podrían convertirse en mil o
dos mil! ¿Por qué no sigues mi consejo? ¿Por qué no vas a sembrarlas al
Campo de los Milagros?
Hoy es imposible; iré otro día.
Otro día será tarde.
¿Por qué?
Porque el Campo ha sido comprado por un gran señor y desde mañana
ya no dará permiso a nadie para sembrar allí dinero.
¿A qué distancia está de aquí el Campo de los Milagros?
Apenas a dos kilómetros. ¿Quieres venir con nosotros? En media hora
estarás allí; siembras en seguida las cuatro monedas; al cabo de pocos minutos
recoges dos mil y esta noche regresas aquí con los bolsillos llenos. ¿Quieres
venir con nosotros?
Pinocho vaciló un poco, al acordarse de la buena Hada, del viejo Geppetto
y de las advertencias del Grilloparlante; pero acabó por hacer lo que todos
los niños que no tienen ni pizca de juicio; es decir, acabó por sacudir la cabeza
y decir a la Zorra y al Gato:
Vamos; voy con ustedes.
Y se fueron.
Después de caminar durante medio día, llegaron a una ciudad que se
llamaba «Atrapabobos». En cuanto entró en la ciudad, Pinocho vio las
calles llenas de perros pelados que bostezaban de hambre, de ovejas esquiladas
que temblaban de frío, de gallinas sin cresta y sin barbas que pedían la limosna
de un grano de maíz, de grandes mariposas que no podían volar porque habían
vendido sus bellísimas alas coloreadas, de pavos reales sin cola que se
avergonzaban de dejarse ver, de faisanes que caminaban a pequeños pasos,
echando de menos sus brillantes plumas de oro y plata, perdidas para siempre.
En medio de esta multitud de pordioseros y de pobres pasaba, de vez en
cuando, una carroza señorial, llevando en su interior una zorra, una urraca o
algún ave de rapiña.
¿Dónde está el Campo de los Milagros? preguntó Pinocho.
Está ahí, a dos pasos.
Atravesaron la ciudad y salieron de las murallas para ir a detenerse en un
campo solitario, que, a primera vista, era como todos los demás campos.
Ya hemos llegado dijo la Zorra al muñeco. Ahora inclínate a tierra,
excava con las manos un pequeño hoyo y mete dentro las monedas de oro.
Pinocho obedeció. Excavó el hoyo y puso dentro las cuatro monedas de
oro que le habían quedado; luego recubrió el hoyo con un poco de tierra.
Ahora dijo la Zorra, ve a la acequia cercana, saca un balde de agua
y riega el terreno donde has sembrado.
Pinocho fue a la acequia y, como no tenía un balde, se quitó del pie un
zapato, lo llenó de agua y regó la tierra que cubría el hoyo. Después preguntó:
¿Qué más debo hacer?
Nada más contestó la Zorra. Ya podemos irnos. Tú, vuelve dentro
de veinte minutos, y encontrarás el árbol ya crecido y con las ramas cargadas
de monedas.
El pobre muñeco, fuera de sí por la alegría, dio mil veces las gracias a la
Zorra y al Gato, y les prometió un buen regalo.
No queremos regalos contestaron aquellos dos malean tes. Nos
basta con haberte enseñado la forma de enriquecerte sin esfuerzo y estamos
más contentos que unas pascuas.
Dicho esto se despidieron de Pinocho y, augurándole una buena cosecha,
se fueron a sus asuntos.
XIX
A Pinocho le roban sus monedas de oro y en castigo sufre cuatro meses de
prisión.
El muñeco volvió a la ciudad y empezó a contar los minutos, uno a uno;
cuando le pareció que ya era hora, emprendió el camino al Campo de los
Milagros. Mientras caminaba con paso presuroso, el corazón le latía muy
fuerte y le hacía tic, tac, tic, tac, como un reloj de pared que corriera mucho.
Iba pensando para sus adentros:
Mientras caminaba con paso presuroso, el corazón le latía muy fuerte y le
hacía tic, tac, tic, tac, como un reloj de pared que corriera mucho. Iba
pensando para sus adentros:
¿Y si en vez de mil monedas encontrase dos mil en las ramas del árbol?
¿Y si en vez de dos mil encontrase cinco mil?
¿Y si en vez de cinco mil
encontrase cien mil?
¡Oh, me convertiría en un gran señor!
Tendría un
hermoso palacio, mil caballitos de madera y mil cuadras, para poder jugar, una
bodega de licores finos y una estantería llena de confituras, tortas, pan dulce,
almendrados y barquillos con crema.
Fantaseando así, llegó cerca del campo y se detuvo a ver si distinguía
algún árbol con las ramas cargadas de monedas, pero no vio nada. Dio otros
cien pasos, y nada; entró en el campo
, fue justamente al sitio del hoyo
donde había enterrado sus monedas, y nada. Entonces se quedó pensativo y,
olvidando las Reglas de la educación y de la buena crianza, se sacó una mano
del bolsillo y empezó rascarse la cabeza.
En ese momento llegó a sus oídos una gran risotada; volviéndose, vio
sobre un árbol un gran Papagayo, que se despiojaba las pocas plumas que tenía
encima.
¿Por qué te ríes? preguntó Pinocho, con voz airada.
Me río porque, al despiojarme las plumas, me he hecho cosquillas bajo
las alas.
El muñeco no contestó. Fue a la acequia, llenó de agua el zapato y se puso
a regar de nuevo la tierra que recubría las monedas de oro. Otra risotada, aún
más impertinente que la primera, se dejó oír en la silenciosa soledad del
campo.
¡Vamos a ver! exclamó Pinocho, enfurecido. ¿Se puede saber,
Papagayo mal educado, de qué te ríes?
Me río de los bobos que se creen todas las bobadas y se dejan estafar por
los que son más listos que ellos.
¿Te refieres a mí?
Claro que me refiero a ti, pobre Pinocho, a ti, que eres tan ingenuo que
crees que el dinero se puede sembrar y recoger en el campo, como se siembran
los porotos y los zapallos. También yo lo creí en tiempos y ahora pago mis
culpas. Hoy (¡demasiado tarde!) me he persuadido de que, para reunir
honradamente algún dinero, hay que saberlo ganar con el trabajo de las manos
y con el ingenio de la cabeza.
No te entiendo dijo el muñeco, que ya empezaba a temblar de miedo.
¡Paciencia! Me explicaré mejor añadió el Papagayo. Has de saber
que, mientras estabas en la ciudad, la Zorra y el Gato han vuelto a este campo,
han sacado las monedas de oro enterradas y después han huido como el viento.
¡Listo será el que los alcance!
Pinocho se quedó con la boca abierta y, no pudiendo creer las palabras del
Papagayo, empezó a excavar con manos y uñas el terreno que había regado. Y,
excava que te excava, hizo un hoyo tan profundo que hubieran cabido en él un
pajar, pero las monedas no estaban.
Entonces, presa de la desesperación, volvió corriendo a la ciudad y fue
derecho al tribunal, a denunciar ante el juez a los dos malandrines que le
habían robado.
El juez era un viejo simio de la raza de los Gorilas, respetable por su
avanzada edad, por su barba blanca y, especialmente, por sus lentes de oro, sin
cristales, que estaba obligado a llevar continuamente a causa de una
enfermedad a los ojos que lo atormentaba desde hacía años.
Pinocho, en presencia del juez, contó con pelos y señales el inicuo fraude
de que había sido víctima; dio los nombres, apellidos y señas de los
malandrines y acabó pidiendo justicia.
El juez lo escuchó con benignidad, se interesó muchísimo por el relato, se
enterneció y conmovió; cuando el muñeco no tuvo nada más que añadir,
alargó la mano y tocó una campanilla.
Al campanillazo acudieron dos mastines vestidos de guardias. Entonces el
juez les dijo a los guardias, señalándoles a Pinocho:
A ese pobre diablo le han robado cuatro monedas de oro; así que
aprésenlo y llévenlo en seguida a la cárcel.
El muñeco, al oír por sorpresa esta sentencia, se quedó turulato y quiso
protestar; pero los guardias, para evitar inútiles pérdidas de tiempo, le taparon
la boca y lo condujeron al calabozo.
Allí tuvo que permanecer cuatro meses, cuatro larguísimos meses; y
hubiera permanecido aún más tiempo si no fuera por una afortunada
casualidad. Porque hay que saber que el joven Emperador que reinaba en la
ciudad de Atrapabobo obtuvo una gran victoria sobre sus enemigos y
ordenó grandes fiestas públicas, luminarias, fuegos artificiales, carreras de
caballos y de velocípedos, y, en señal de gran júbilo, quiso que se abrieran
todas las cárceles y que salieran de ellas los malandrines.
Si salen de prisión los demás, también quiero salir yo dijo
Pinocho al carcelero.
Usted, no respondió el carcelero, porque no es de ésos.
Lo siento replicó Pinocho; yo también soy un malandrín.
En ese caso, tiene toda la razón dijo el carcelero; y, quitándose
respetuosamente el gorro, lo saludó, le abrió las puertas de la prisión y lo dejó
marchar.
XX
Pinocho sale de la prisión, se dispone a volver a casa del Hada. En el
camino encuentra una horrible serpiente y después queda aprisionado en
un cepo.
Figúrense la alegría de Pinocho cuando se vio libre. De inmediato salió de
la ciudad y tomó el camino a la casita del Hada de cabellos azules.
A causa del tiempo lluvioso, el camino se había convertido en un pantano y
uno se hundía en él hasta media pierna.
Pero el muñeco no se preocupó.
Atormentado por el deseo de volver a ver a su padre y a su hermanita de
cabellos azules, corría a saltos, como un lebrel, y, al correr, se salpicaba hasta
el gorro. Mientras tanto, se iba diciendo:
¡Cuántas desgracias me han sucedido!
Y me las merezco, porque soy
un muñeco testarudo y quisquilloso
. y siempre quiero hacer las cosas a mi
manera, sin dar crédito a los que me quieren y tienen mil veces más juicio que
yo
Pero, de ahora en adelante, me propongo cambiar de vida y convertirme
en un muchacho bueno y obediente
Tanto más, cuanto que he visto que los
niños desobedientes van siempre de cabeza y no hacen nada bien. ¿Me habrá
esperado mi padre?
¿Lo encontraré en casa del Hada? Hace tanto tiempo,
pobrecillo, que no lo veo, que me consumo por hacerle mil caricias y darle
besos. ¿Y el Hada? ¿Me perdonará la fea acción que le hice?
¡Pensar que he
recibido de ella tantas atenciones y tan cariñosos cuidados!
¡Y pensar que, si
aún estoy vivo, a ella se lo debo!
¿Acaso hay un muchacho más ingrato y
con menos corazón que yo?
Mientras iba razonando así se paró de golpe, espantado, y retrocedió cuatro
pasos. ¿Qué había visto?
Había visto una enorme Serpiente, extendida de través en el camino, que
tenía la piel verde, los ojos de fuego y una cola puntiaguda que humeaba como
una chimenea.
Imposible imaginar el miedo del muñeco; se alejó más de medio kilómetro
y se sentó en un montón de piedras, esperando a que la Serpiente se fuese, de
una vez a sus asuntos y dejara libre el camino.
Esperó una hora, dos horas, tres horas; pero la serpiente continuaba allí y
desde lejos se veían brillar sus ojos de fuego y la columna de humo que le
salía de la punta de la cola.
Entonces Pinocho, armándose de valor, se acercó a pocos pasos de
distancia y, con una vocecita dulce, insinuante y sutil, dijo a la serpiente:
Disculpe, señora Serpiente, ¿me haría el favor de hacerse un poquito a
un lado para dejarme pasar?
Fue lo mismo que hablar a una pared. La Serpiente no se movió.
Volvió entonces a decir, con la misma vocecita:
Debe usted saber, señora Serpiente, que voy a mi casa, donde me espera
mi padre, a quien no veo desde hace mucho tiempo
¿Me permite que siga
mi camino?
Esperó una respuesta a su pregunta, pero la respuesta no llegó. La
Serpiente, que hasta entonces parecía vigorosa y llena de vida, se quedó
inmóvil y casi rígida. Se le cerraron los ojos y la cola dejó de echar humo:
¿Estará muerta de verdad? dijo Pinocho, frotándose las manos de
gusto; y, sin pensarlo mucho, intentó subirse encima, para pasar al otro lado
del camino. Pero aún no había acabado de levantar la pierna cuando la
Serpiente se irguió de repente, como un muelle; el muñeco, al echarse atrás,
espantado, tropezó y cayó al suelo; y cayó con tan mala fortuna que quedó con
la cabeza enterrada en el fango del camino y con las piernas tiesas en el aire.
Al ver a aquel muñeco que pataleaba, cabeza abajo, a una velocidad
increíble, le dio a la Serpiente una convulsión de risa tan grande que rio, rio,
rio y, al fin, del esfuerzo de tanto reír, se le reventó una vena del pecho; y
entonces se murió de verdad.
Pinocho empezó a correr para llegar a casa del Hada antes de que se
hiciese de noche. Pero, no pudiendo resistir en el camino las terribles
dentelladas del hambre, entró en un campo con la intención de comerse unos
pocos granos de uvas moscatel.
¡Nunca lo hubiera hecho!
Apenas llegó a las vides, ¡crac!
, sintió que le oprimían las piernas dos
cortantes hierros, que le hicieron ver todas las estrellas del cielo.
El pobre muñeco había sido apretado por un cepo apostado por los
campesinos para atrapar garduñas, que eran el azote de todos los gallineros de
las cercanías.
XXI
Pinocho es apresado por un campesino, el cual lo obliga a hacer de perro
guardián en su gallinero.
Pinocho como se pueden imaginar, empezó a llorar, a chillar, a quejarse;
pero eran llantos y gritos inútiles, porque no se veían casas en los alrededores
y por el camino no pasaba un alma.
Mientras tanto, se hizo de noche.
En parte por el dolor del cepo, que le apretaba las canillas, y en parte por el
miedo de encontrarse solo en la oscuridad, en medio de los campos, el muñeco
empezaba casi a desvanecerse; de repente, viendo pasar una luciérnaga sobre
su cabeza, la llamó y le dijo:
¡Luciernaguita! ¿Me harías la caridad de librarme de este suplicio?
¡Pobre chico! replicó la Luciérnaga, parándose a mirarlo apiadada.
¿Cómo te han atenazado las piernas esos afilados hierros?
He entrado en el campo para coger dos racimos de estas uvas moscatel
y
¿Las uvas eran tuyas?
No
¿Quién te ha enseñado, pues, a llevarte, lo de los demás?
Tenía hambre
El hambre, hijo mío, no es una buena razón para apropiarnos de lo que
no es nuestro.
¡Es verdad, es verdad! gritó Pinocho, llorando ¡Pero no lo volveré a
hacer!
En ese momento el diálogo fue interrumpido por un levísimo ruido de
pasos que se acercaban. Era el dueño del campo, que venía, de puntillas, a ver
si alguna de las garduñas que se comían de noche sus pollos había quedado
enganchada en el cepo.
Su asombro fue muy grande cuando, sacando la linterna que llevaba bajo el
gabán, se dio cuenta de que, en vez de una garduña, había prendido un niño.
¡Ah, ladronzuelo! dijo el campesino, encolerizado. ¡Así que eres tú
el que roba mis gallinas!
¡Yo no, yo no! gritó Pinocho, sollozando. ¡Entré en el campo
solamente para coger dos racimos de uvas!
Quien roba uvas es muy capaz de robar también pollos. Te daré una
lección que no olvidarás fácilmente.
Y, abriendo el cepo, aferró al muñeco por el cogote y se lo llevó en vilo
hasta la casa, como si llevara un corderito recién nacido.
Llegado a la era, ante la casa, lo arrojó al suelo y, poniéndole un pie en el
cuello, le dijo:
Ya es tarde y quiero acostar me. Mañana ajustaremos cuentas. Entre
tanto, como hoy se ha muerto el perro que guardaba de noche la casa, ahora
mismo ocuparás su puesto. Me servirás de perro guardián.
Dicho y hecho; le colocó en el cuello un gran collar, completamente
cubierto de puntas de latón, y se lo apretó bien, para que no se lo pudiera
quitar pasando la cabeza por dentro.
El collar estaba sujeto a una larga cadena de hierro, y la cadena, fijada al
muro.
Si esta noche dijo el campesino empezara a llover, puedes acostarte
en aquella caseta de madera, donde aún está la paja que durante cuatro años ha
servido de cama a mi pobre perro. Y si por desgracia vinieran los ladrones, no
olvides tener los oídos bien abiertos y ladrar.
Después de esta última advertencia el campesino entró en la casa y cerró la
puerta con varias vueltas de llave; el pobre Pinocho se quedó acurrucado en la
era, más muerto que vivo, a causa del frío, el hambre y el miedo. Y de vez en
cuando, metiendo rabiosamente las manos dentro del collar que le oprimía el
cuello, decía, llorando:
¡Me lo tengo merecido! ¡Desde luego que sí! He querido ser perezoso,
vagabundo
. he querido hacer caso de las malas compañías y por eso la
desgracia me persigue. Si hubiera sido un muchacho bueno, como hay
muchos, si hubiera querido estudiar y trabajar, si me hubiera quedado en casa
con mi pobre padre, no estaría aquí a estas horas, en medio del campo,
haciendo de perro guardián en casa de un campesino. ¡Oh, si pudiera nacer
otra vez!
Pero ya es tarde; ¡paciencia!
Tras este pequeño desahogo, que le salía del corazón, entró en la caseta y
se durmió.
XXII
Pinocho descubre a los ladrones y, en recompensa por haber sido fiel, es
puesto en libertad.
Hacía más de dos horas que dormía a pierna suelta cuando, a media noche,
lo despertó un susurro y un cuchicheo de vocecitas extrañas, que le pareció oír
en la era. Sacó la punta de la nariz por la abertura de la caseta y vio, reunidos
en consejo, a cuatro animales de pelaje oscuro, que parecían gatos. Pero no
eran gatos; eran garduñas, animalillos carnívoros muy aficionados a los
huevos y a los pollitos. Una de las garduñas, separándose de sus compañeras,
fue hacia la caseta y dijo en voz baja:
Buenas noches, Melampo.
Yo no me llamo Melampo contestó el muñeco.
Entonces, ¿quién eres?
Soy Pinocho.
¿Y qué haces ahí?
Hago de perro guardián.
¿Dónde está Melampo? ¿Dónde está el viejo perro que vivía en esta
caseta?
Ha muerto esta mañana.
¿Muerto? ¡Pobre animal! ¡Era tan bueno!
Pero, a juzgar por tu cara,
también tú debes ser un perro amable.
¡Por favor, yo no soy un perro!
Pues, ¿qué eres?
Soy un muñeco.
¿Y haces de perro guardián?
Desgraciadamente. ¡Es un castigo!
Bueno, pues te propongo el mismo pacto que tenía con el difunto
Melampo; quedarás contento.
¿Qué pacto es ése?
Nosotras vendremos una vez a la semana, como antes, a visitar por la
noche este gallinero, y nos llevaremos ocho gallinas. De esas gallinas, siete
nos las comeremos nosotras y una te la daremos a ti, a condición, claro está, de
que finjas dormir y no se te ocurra ladrar y despertar al campesino.
¿Melampo hacía eso? preguntó Pinocho.
Claro que lo hacía y siempre hemos estado de acuerdo. Así que
duérmete tranquilamente; puedes estar seguro de que, antes de partir, te
dejaremos en la caseta una gallina completamente pelada para la comida de
mañana. ¿Nos hemos entendido?
¡Demasiado bien!
contestó Pinocho; y movió la cabeza de forma
amenazadora, como si hubiera querido decir: «Volveremos a hablar de ello».
Las cuatro garduñas, creyéndose seguras, fueron derechas al gallinero, que
estaba muy cerca de la caseta del perro; abrieron, a fuerza de uñas y dientes, la
portezuela de madera que cerraba la entrada y se deslizaron en el interior, una
tras otra. Pero aún no habían acabado de entrar cuando oyeron cerrarse la
portezuela, con gran violencia.
Quien la había cerrado era Pinocho, el cual, no contento con cerrarla, puso
delante una gran piedra, a guisa de puntal, para mayor seguridad. Después
empezó a ladrar como si fuera un perro guardián, haciendo con la voz guau,
guau, guau.
Ante los ladridos, el campesino saltó de la cama, cogió el fusil y,
asomándose a la ventana, preguntó:
¿Qué hay de nuevo?
¡Están los ladrones!
¿Dónde están?
En el gallinero.
Ahora mismo bajo.
En efecto, en un momento bajó el campesino, entró a la carrera en el
gallinero y tras haber atrapado y encerrado en un saco a las cuatro garduñas,
les dijo con acento de verdadero gozo:
¡Al fin han caído en mis manos! Podría castigarlas, pero no soy tan
cruel. Me contentaré con llevarlas mañana al posadero del pueblo vecino, que
las despellejará y guisará como a liebres. Es un honor que no se merecen, pero
los hombres generosos como yo no reparan en esas pequeñeces.
Después se acercó a Pinocho y empezó a hacerle muchas caricias,
preguntándole, entre otras cosas:
¿Qué has hecho para descubrir el complot de estas cuatro ladronzuelas?
¡Pensar que Melampo, mi fiel Melampo, nunca se dio cuenta de nada!
El muñeco hubiera podido contar lo que sabía; es decir, hubiera podido
contar el vergonzoso pacto existente entre el perro y las garduñas. Pero
recordó que el perro estaba muerto y pensó: «¿De qué sirve acusar a los
muertos
? Los muertos, muertos están, y lo mejor que se puede hacer es
dejarlos en paz»
Cuando llegaron las garduñas a la era, ¿estabas despierto o dormías?
continuó preguntando el campesino.
Dormía contestó Pinocho, pero las garduñas me despertaron con
sus cuchicheos y una vino aquí, a la caseta, a decir me: «Si prometes no ladrar
y no despertar al amo, te regalaremos una pollita muy bien pelada». ¿Entiende,
eh? ¡Tener la desfachatez de hacerme semejante propuesta! Porque hay que
saber que yo soy un muñeco que tendrá todos los defectos del mundo, pero
nunca he tenido el de ser largo de uñas ni cómplice de la gente deshonesta.
¡Buen chico! exclamó el campesino, palmeándole en un hombro.
Esos sentimientos te honran; y, para probarte mi gran satisfacción, te dejo libre
desde ahora mismo, para que vuelvas a tu casa.
Y le quitó el collar del perro.
XXIII
Pinocho llora la muerte de la hermosa joven de cabellos azules; luego
encuentra un Palomo que lo lleva a la orilla del mar y allí se tira al agua
para ayudar a su padre Geppetto.
Tan pronto como Pinocho se sintió libre del peso durísimo y humillante de
aquel collar en torno a su cuello, huyó a través de los campos y no se detuvo ni
un minuto hasta que alcanzó el camino real, que debía llevarlo a la casita del
Hada.
Cuando llegó al camino real, se volvió hacia atrás, a mirar la llanura, y
distinguió perfectamente a simple vista el bosque donde, para su desgracia,
había encontrado a la Zorra y al Gato; vio, entre los árboles, la copa de aquella
Gran Encina de la que lo habían colgado por el cuello; pero por más que miró
a todos los lados no consiguió ver la casita de la hermosa niña de cabellos
azules.
Tuvo entonces una especie de triste presentimiento y, empezando a correr
con todas las fuerzas que le quedaban en las piernas, se encontró en pocos
minutos en el prado donde se había alzado la casita blanca. Pero la casita
blanca ya no estaba allí. Había, en su lugar, una pequeña lápida de mármol en
la que se leían, en letras mayúsculas, estas dolorosas palabras:
AQUÍ YACE
LA JOVEN DE CABELLOS AZULES
MUERTA DE DOLOR
POR HABER SIDO ABANDONADA
POR SU HERMANITO PINOCHO
¡Podrán imaginar cómo se quedó el muñeco cuando, mal que bien, hubo
descifrado aquellas palabras! Cayó de bruces al suelo y, cubriendo con mil
besos el mármol funerario, estalló en llanto.
Lloró toda la noche y a la mañana siguiente, al hacerse de día, continuaba
llorando aunque no le quedaban lágrimas en los ojos; y sus gritos y lamentos
eran tan agudos y desgarradores que todas las colinas circundantes repetían su
eco.
Mientras lloraba, decía:
¡Oh, Hadita mía! ¿Por qué has muerto?
¿Por qué, en tu lugar, no he
muerto yo, que soy tan malo, mientras que tú eras tan buena?
Y mi padre,
¿dónde estará? ¡Oh, Hadita, dime dónde puedo encontrarlo porque quiero estar
siempre con él y no dejarlo nunca, nunca, nunca!
¡Oh, Hadita mía, dime que
no es verdad que has muerto!
Si de verdad me quieres
si quieres a tu
hermanito, revive
¡vuelve otra vez viva!
¿No te da pena verme solo y
abandonado por todos?
Si llegan los asesinos, me colgarán de nuevo en la
rama del árbol
Y entonces moriré para siempre. ¿Qué quieres que haga aquí,
solo en este mundo? Ahora que te he perdido a ti y a mi padre, ¿quién me dará
de comer? ¿Dónde dormiré? ¿Quién me hará la chaqueta nueva? ¡Oh, sería
mejor, cien veces mejor, que también yo muriera!
¡Sí quiero morir!
¡Ay,
ay, ay!
Y mientras se desesperaba de esta manera, intentó arrancarse los cabellos;
pero, como sus cabellos eran de madera, ni siquiera pudo darse el gusto de
enredar en ellos los dedos.
En aquel momento pasó por el aire un enorme Palomo, el cual, parándose
con las alas extendidas, le gritó desde gran altura:
Dime, niño, ¿qué haces ahí abajo?
¿No lo ves? ¡Lloro! contestó Pinocho, levantando la cabeza hacia
aquella voz y restregándose los ojos con la manga de la chaqueta.
Dime añadió entonces el Palomo, ¿conoces por casualidad, entre
tus camaradas, a un muñeco llamado Pinocho?
¿Pinocho?
¿Has dicho Pinocho? repitió el muñeco, poniéndose en
pie. ¡Pinocho soy yo!
El Palomo, al oír la respuesta, bajó en picado y se posó en tierra. Era más
grande que un pavo.
¿Conoces entonces a Geppetto? preguntó al muñeco.
¿Que si lo conozco? ¡Es mi pobre padre! ¿Acaso te ha hablado de mí?
¿Me llevas con él? ¿Está aún vivo? ¡Contéstame, por favor! ¿Vive aún?
Lo dejé hace tres días, en la playa.
¿Qué hacía?
Se fabricaba él solo un barquichuelo para atravesar el océano. Hace más
de cuatro meses que el pobre hombre recorre el mundo en tu busca; y, como
no te encuentra, se le ha metido en la cabeza buscarte en los lejanos países del
Nuevo Mundo.
¿Cuánto hay de aquí a la playa? preguntó Pinocho, con afanosa ansia.
Más de mil kilómetros.
¿Mil kilómetros? ¡Oh, Palomo, qué estupendo si pudiera tener tus alas!
Si quieres venir, te llevo.
¿Cómo?
A caballo sobre mi grupa. ¿Pesas mucho?
¿Pesar? ¡Nada de eso! Soy ligero como una pluma.
Y, sin esperar a más, Pinocho saltó a la grupa del Palomo; puso una pierna
a cada lado, como hacen los jinetes, y gritó, muy contento:
¡Galopa! ¡Galopa, caballito, que tengo prisa por llegar!
El Palomo remontó el vuelo y en pocos minutos estuvo tan alto que casi
tocaban las nubes. En aquella extraordinaria altura, el muñeco tuvo la
curiosidad de volverse a mirar; y sintió tanto miedo y tal vértigo que, para
evitar caerse, se aferró muy, muy fuerte al cuello de su cabalgadura de plumas.
Volaron todo el día. Al hacerse de noche, el Palomo dijo:
¡Tengo mucha sed!
¡Y yo mucha hambre! añadió Pinocho.
Parémonos unos minutos en este palomar; luego continuaremos el viaje,
para estar mañana al amanecer en la playa.
Entraron en un palomar desierto donde sólo había una palangana llena de
agua y un cestillo repleto de arvejas.
El muñeco no había podido tragar las arvejas en su vida; según él, le daban
náuseas, le revolvían el estómago; pero aquella noche se dio un hartazgo y,
cuando casi las había acabado, se volvió hacia el Palomo y le dijo:
¡Nunca hubiera creído que las arvejas fueran tan buenas!
Hay que convencerse, muchacho replicó el Palomo, de que cuando
se tiene hambre de verdad y no hay otra cosa que comer, hasta las arvejas
resultan exquisitas. ¡El hambre no tiene caprichos ni glotonerías!
Una vez tomado, rápidamente, este pequeño refrigerio, continuaron viaje.
A la mañana siguiente llegaron a la playa.
El Palomo depositó a Pinocho en tierra y, no queriendo siquiera que le
dieran las gracias por haber hecho tan buena acción, se remontó
inmediatamente y desapareció.
La playa estaba llena de gente que gritaba y gesticulaba, mirando hacia el
mar.
¿Qué ocurrió? preguntó Pinocho a una viejecita.
Ha ocurrido que un pobre padre, habiendo perdido a su hijo, ha querido
embarcarse en una barquichuela para ir a buscarlo al otro lado del mar; y el
mar está hoy muy malo, y el barquichuelo, a punto de hundirse
¿Dónde está el barquichuelo?
Allá, a lo lejos, donde señalo con el dedo dijo la vieja, indicando una
pequeña barca que, vista desde aquella distancia, parecía un cascarón de nuez,
con un hombrecito muy pequeño dentro.
Pinocho fijó los ojos en aquel sitio y, tras haber mirado atentamente, lanzó
un chillido agudísimo, gritando:
¡Es mi padre! ¡Es mi padre!
Entretanto, el barquichuelo, batido por la furia de las olas, desaparecía
entre las grandes ondas, volvía a flotar; y Pinocho, erguido en lo alto de una
roca, no dejaba de llamar a su querido padre por su nombre y de hacerle señas
con las manos, con el pañuelo y hasta con el gorro que tenía en la cabeza.
Y pareció que Geppetto, aunque estaba muy lejos de la playa, había
reconocido a su hijo, porque se quitó el gorro también él y lo saludó, y, a
fuerza de ademanes, le dio a entender que volvería de buena gana, pero que el
mar estaba tan picado que le impedía maniobrar con los remos para acercarse
a tierra.
De repente se alzó una terrible ola y la barca desapareció. Esperaron a que
la barca volviese a flote, pero no se la vio aparecer.
¡Pobre hombre! dijeron entonces los pescadores que se habían reunido
en la playa; y, murmurando en voz baja una plegaria, se dispusieron a regresar
a sus casas.
Pero he aquí que oyeron un desesperado grito y, volviéndose hacia atrás,
vieron a un muchachito que desde la cima de una roca se arrojaba al mar,
gritando:
¡Quiero salvar a mi padre!
Pinocho, como era todo de madera, flotaba fácilmente y nadaba como un
pez. Se le veía desaparecer bajo el agua, a causa del ímpetu de la marea, y
asomar una pierna o un brazo, a gran distancia de la tierra. Al final lo
perdieron de vista y ya no lo vieron más.
¡Pobre muchacho! dijeron entonces los pescadores que se habían
reunido en la playa; y, murmurando en voz baja una plegaria, regresaron a sus
casas.
XXIV
Pinocho llega a la isla de las Abejas Industriosas y encuentra de nuevo al
Hada.
Pinocho animado por la esperanza de llegar a tiempo para ayudar a su
pobre padre, nadó toda la noche.
¡Qué horrible noche fue aquélla! ¡Diluvió, granizó, tronó espantosamente,
con tales relámpagos que parecía de día!
Al amanecer; logró ver no muy lejos una larga franja de tierra. Era una isla
en medio del mar.
Entonces se esforzó por acercarse a la playa; pero inútilmente. Las olas lo
enviaban de una a otra, como si fuera un palito o una pajita. Finalmente, por
suerte, vino una ola tan potente e impetuosa que lo lanzó sobre la arena de la
playa.
El golpe fue tan fuerte que, al dar en tierra, le crujieron todas las costillas y
todas las coyunturas; pero se consoló pronto, diciendo:
¡También esta vez salí bien librado!
Mientras tanto, el cielo se serenó poco a poco, el sol apareció en todo su
esplendor y el mar se quedó tan tranquilo y apacible como el aceite.
El muñeco tendió sus ropas a secar al sol y empezó a mirar aquí y allá,
intentando distinguir en aquella inmensa extensión de agua un barquichuelo
con un hombrecillo dentro. Pero, tras haber mirado muy bien, no vio otra cosa
que cielo, mar y alguna vela de barco, pero tan lejana que parecía una mosca.
¡Si al menos supiera cómo se llama esta isla! se decía. ¡Si supiera al
menos si esta isla está habitada por gente amable, quiero decir por gente que
no tenga el hábito de colgar a los niños de las ramas de los árboles! Pero, ¿a
quién puedo preguntárselo? ¿A quién, si aquí no hay nadie?
Esta idea de encontrarse solo, solo, solo, en medio de aquella gran región
deshabitado le causó una melancolía tal que estaba a punto de llorar; de
repente, vio pasar a poca distancia de la orilla un gran pez, que iba
tranquilamente a sus cosas con la cabeza fuera del agua.
No sabiendo cuál era su nombre, el muñeco le gritó en voz alta, para
hacerse oír:
¡Eh, señor Pez! ¿Me permite una palabra?
Y también dos contestó el pez, que era un Delfín tan amable como se
encuentran pocos en todos los mares del mundo.
¿Me haría el favor de decirme si en esta isla hay pueblos donde pueda
comer sin peligro de ser comido?
Seguro que los hay respondió el Delfín. Más aún, encontrarás uno
no muy lejos de aquí.
¿Qué camino hay que seguir para llegar a él?
Tienes que caminar por ese sendero, a mano izquierda, y continuar
siempre recto. No puedes perderte.
Dígame otra cosa. Usted, que se pasea día y noche por el mar, ¿no habrá
encontrado, por casualidad, un barquichuelo con mi padre dentro?
¿Y quién es tu padre?
Es el padre más bueno del mundo, y yo soy el hijo más malo que pueda
existir.
Con la tempestad que ha habido esta noche contestó el Delfín, el
barquichuelo se habrá hundido.
¿Y mi padre?
A estas horas se lo habrá tragado el terrible Tiburón que desde hace unos
días está sembrando el exterminio y la desolación en nuestras aguas.
¿Es muy grande ese Tiburón? preguntó Pinocho, que ya empezaba a
temblar de miedo.
¿Que si es grande? replicó el Delfín. Para que puedas hacerte una
idea, te diré que es más grande que una casa de cinco pisos; y tiene una bocaza
tan ancha y tan profunda que podría tragarse cómodamente todo un tren, con
la máquina encendida.
¡Mi madre! gritó el muñeco, espantado; se vistió a toda prisa, se
volvió hacia el Delfín y le dijo: ¡Hasta la vista, señor Pez! ¡Perdone las
molestias y mil gracias por su amabilidad!
En cuanto dijo esto se fue por la senda, a paso ligero; tan ligero que casi
parecía que corría. Al ruido más pequeño que escuchaba, todo era volverse a
mirar hacia atrás, de miedo de verse perseguido por aquel terrible Tiburón,
grande como una casa de cinco pisos y con un tren en la boca.
Tras media hora de camino llegó a un pueblecito llamado el Pueblo de las
Abejas Industriosas. Las calles hormigueaban de personas que corrían de un
lado a otro para atender a sus asuntos; todos trabajaban, todos tenían algo que
hacer. Ni buscándolo con lupa se podía encontrar un holgazán o un
vagabundo.
¡Está claro! dijo, muy pronto, el perezoso Pinocho. ¡Este pueblo no
es para mí! Yo no he nacido para trabajar.
Mientras tanto, el hambre lo atormentaba, pues había pasado veinticuatro
horas sin comer nada, ni siquiera un plato de arvejas.
¿Qué hacer?
Sólo le quedaban dos recursos para quitarse el hambre: o buscar un trabajo
o pedir limosna de unos centavos o un pedazo de pan.
Se avergonzaba de pedir limosna, porque su padre siempre le había dicho
que sólo tienen derecho a pedir limosna los viejos y los enfermos. En este
mundo, los verdaderos pobres, merecedores de asistencia y compasión, no son
más que aquellos que por razones de vejez o enfermedad se ven condenados a
no poder ganarse el pan con el trabajo de sus manos. Todos los demás tienen la
obligación de trabajar; si no trabajan, pasan hambre.
En aquel instante pasó por la calle un hombre muy sudoroso y jadeante,
que tiraba con esfuerzo de dos carros cargados de carbón.
A Pinocho le pareció que tenía aspecto de buena persona; así que se le
acercó y, bajando los ojos avergonzado, le dijo en voz baja:
¿Me haría la caridad de dar me un centavo? Me estoy muriendo de
hambre.
No sólo un centavo contestó el carbonero; te daré cuatro con tal de
que me ayudes a llevar hasta mi casa estos dos carros de carbón.
¡Me asombra! contestó el muñeco, casi ofendido ¡Ha de saber que
nunca he hecho de asno, que jamás he tirado de un carro!
¡Mejor para ti! respondió el carbonero. Entonces, muchacho,
cuando de verdad te mueras de hambre, cómete dos tajadas de tu soberbia; y
ten cuidado, no vayas a pescarte una indigestión.
Minutos después pasó por la calle un albañil que llevaba al hombro un
balde de arena y cemento.
Señor mío, ¿haría la caridad de darle un centavo a un pobre muchacho
que bosteza de hambre?
¡Encantado! Ven conmigo contestó el albañil y, en vez de un
centavo, te daré cinco.
¡Pero la carga es pesada! replicó Pinocho. Y yo no quiero
cansarme.
Si no quieres cansarte, muchacho, diviértete bostezando, y buen
provecho te haga.
En menos de media hora pasaron otras veinte personas y Pinocho les pidió
a todas una limosna, pero todas le contestan:
¿No te da vergüenza? ¡En vez de hacer el haragán por las calles, vete a
buscar trabajo y aprende a ganarte el pan!
Por último pasó una buena mujercita, que llevaba dos cántaros de agua.
¿Me permite, buena mujer, que beba un sorbo de agua de su cántaro?
dijo Pinocho, que se moría de sed.
Bebe, muchacho dijo la mujercita, posando los dos cántaros en el
suelo.
Cuando Pinocho hubo bebido como una esponja, farfulló a media voz,
mientras se secaba la boca:
¡La sed ya se me ha quitado! ¡Ojalá pudiera quitarme el hambre!
La buena mujercita, oyendo estas palabras, añadió en seguida:
Si me ayudas a llevar a casa uno de estos cántaros de agua, te daré un
trozo de pan.
Pinocho miró el cántaro y no dijo ni que sí ni que no.
Y, con el pan, te daré un buen plato de coliflor, guisada con aceite y
vinagre añadió la buena mujer.
Pinocho echó otra ojeada al cántaro y no contestó ni que sí ni que no.
Y después de la coliflor, te daré un rico dulce relleno de licor dulce.
Ante la seducción de esta última golosina, Pinocho no pudo resistir más;
hizo de tripas corazón, y dijo:
¡Le llevaré el cántaro hasta su casa!
El cántaro era muy pesado y el muñeco, sin fuerzas para llevarlo en las
manos, se resignó a llevarlo en la cabeza.
Llegados a la casa, la buena mujercita hizo sentar a Pinocho ante una
mesita y le puso delante el pan, la coliflor guisada y el dulce. Pinocho no
comió, devoró.
Cuando se calmaron poco a poco los rabiosos mordiscos del hambre,
levantó la cabeza para dar las gracias a su benefactora; pero aún no había
acabado de clavar la mirada en su rostro cuando lanzó un ¡oh! de asombro y se
quedó como embrujado, con los ojos fuera de las órbitas, el tenedor en el aire
y la boca llena de pan y de coliflor.
¿A qué se debe todo ese asombro? preguntó, riéndose, la buena mujer.
Es que
contestó balbuceando Pinocho, es que
es que
usted se
parece
usted me recuerda
, sí, sí, sí
la misma voz
los mismos ojos
los mismos cabellos
sí, sí, sí
también tiene los cabellos azules
¡Como
ella!
¡Oh, Hada mía! Dime que eres en verdad el Hada. ¡No me hagas llorar
más!
Y, mientras hablaba así, Pinocho rompió a llorar desesperadamente y,
echándose al suelo, se abrazó a las rodillas de aquella misteriosa mujercita.
XXV
Pinocho promete al Hada ser bueno y estudiar, porque está harto de ser
un muñeco y quiere convertirse en un niño bueno.
Al principio, la buena mujercita empezó a decir que ella no era la pequeña
Hada de cabellos azules; pero luego, viéndose descubierta y no queriendo
prolongar la comedia, acabó por darse a conocer y le dijo a Pinocho:
¡Muñeco travieso! ¿Cómo te has dado cuenta de que era yo?
Mi cariño la descubrió.
¿Te acuerdas? Me dejaste niña y ahora me encuentras mujer, tan mujer
que casi podría ser tu mamá.
Me encanta, porque así, en vez de hermanita, la llamaré mamá. Hace
tanto tiempo que ansío tener una mamá como todos los niños
¿Pero qué ha
hecho para crecer tan de prisa?
Es un secreto.
Enséñemelo; también yo quisiera crecer un poco. ¿No ve? Sigo siendo
pequeño.
¡Pero tú no puedes crecer! replicó el Hada.
¿Por qué?
Porque los muñecos no crecen nunca. Nacen como muñecos, viven
como muñecos y mueren como muñecos.
¡Oh! ¡Estoy harto de ser siempre un muñeco! gritó Pinocho. ¡Ya es
hora de que sea yo también un hombre como los demás!
Y lo serás, si sabes merecértelo
¿De veras? ¿Y qué puedo hacer para merecerlo?
Una cosa facilísima: acostumbrarte a ser un niño bueno.
¿Es que no lo soy?
¡Qué vas a serlo! Los niños buenos son obedientes y tú
Yo no obedezco nunca.
Los niños buenos tienen amor al estudio y al trabajo y tú
Y yo soy un holgazán y un vagabundo todo el año.
Los niños buenos dicen siempre la verdad y tú
Y yo siempre mentiras.
Los niños buenos van de buen grado a la escuela
Y a mí la escuela me pone la carne de gallina. Pero de hoy en adelante
quiero cambiar de vida.
¿Me lo prometes?
Lo prometo. Quiero convertirme en un niño bueno y quiero ser el
consuelo de mi padre
¿Dónde estará mi pobre padre a estas horas?
No lo sé.
¿Tendré la suerte de volver a verlo y abrazarlo?
Creo que sí; estoy casi segura.
El contento de Pinocho ante esta respuesta fue tal, que tomó las manos del
Hada y empezó a besárselas con tanto entusiasmo que parecía fuera de sí.
Después, alzando el rostro y mirándola cariñosamente, le preguntó:
Dime, mamita, ¿así que no es verdad que te habías muerto?
Parece que no contestó sonriendo el Hada.
Si supieras qué dolor y qué nudo en la garganta tuve cuando leí «Aquí
yace
»
Lo sé, y por eso te he perdonado. La sinceridad de tu dolor me hizo
comprender que tenías buen corazón, y de los niños de buen corazón, aunque
sean un poco traviesos y mal criados, siempre se puede esperar algo; es decir,
siempre se puede esperar que vuelvan al buen camino. Por eso he venido a
buscarte hasta aquí y seré tu mamá
¡Oh, qué estupendo! gritó Pinocho, saltando de alegría.
Tú me obedecerás y harás siempre lo que yo diga.
¡Encantado, encantado, encantado!
Desde mañana añadió el Hada, empezarás a ir a la escuela. Pinocho
se puso de pronto un poco menos alegre.
Después escogerás un oficio que te guste. Pinocho se puso serio.
¿Qué refunfuñas entre dientes? preguntó el Hada, con acento dolido.
Decía rezongó el muñeco a media voz que me parece un poco tarde
para ir a la escuela.
No, señor. No olvides que nunca es tarde para aprender e instruirse.
Pero yo no quiero trabajar
¿Por qué?
Porque el trabajar me fatiga.
Hijo mío dijo el Hada, los que dicen eso acaban siempre en la
cárcel o en el hospital. El hombre, para que lo sepas, nazca rico o pobre, está
obligado a hacer algo en este mundo, a ocuparse en algo, a trabajar. ¡Ay de
quien se deje atrapar por el ocio! El ocio es una enfermedad feísima y hay que
curarla en seguida, desde pequeñitos; si no, de mayores no se cura nunca.
Estas palabras llegaron al alma de Pinocho, el cual, levantando vivazmente
la cabeza, le dijo al Hada:
Estudiaré, trabajaré, haré todo lo que me digas, porque ya estoy aburrido
de la vida de muñeco y quiero a toda costa convertirme en un niño. Me lo has
prometido, ¿no es verdad?
Te lo he prometido y ahora depende de ti.
XXVI
Pinocho va con sus compañeros de escuela a la orilla del mar, para ver al
terrible Tiburón.
Al día siguiente, Pinocho fue a la escuela pública. ¡Figúrense a aquellos
traviesos niños cuando vieron entrar en su escuela a un muñeco! Fue una
risotada que no acababa nunca. Uno le gastaba una broma y el de más allá,
otra; uno le quitaba el gorro de la mano, otro le tiraba de la chaqueta por
detrás; alguno intentaba pintarle con tinta unos grandes bigotes bajo la nariz, y
hasta hubo quien quiso atarle unos hilos a los pies y a las manos, para hacerlo
bailar.
Durante un rato, Pinocho les dejó hacer con la mayor tranquilidad; pero
por fin, viendo que se le acababa la paciencia, se volvió a los que más lo
asediaban y se burlaban de él y les dijo resueltamente:
¡Miren, niños, no he venido aquí para ser su bufón! Yo respeto a los
demás y quiero ser respetado.
¡Bravo! ¡Has hablado como un libro abierto! chillaron aquellos
bribones, tirándose al suelo de risa; y uno de ellos, más impertinente que los
otros, alargó la mano con intención de agarrar al muñeco por la punta de la
nariz.
Pero no llegó a tiempo porque Pinocho extendió las piernas por debajo de
la mesa y le propinó una patada en las canillas.
¡Ay! ¡Qué pies más duros! gritó el muchacho, restregándose el
moretón que le había hecho el muñeco.
¡Y qué codos!
¡Más duros que los pies! dijo otro, que por sus
bromas pesadas se había ganado un codazo en el estómago.
El caso es que después de aquella patada y aquel codazo, Pinocho se
granjeó en seguida la estimación y simpatía de todos los niños de la escuela;
todos le hacían caricias y lo querían muchísimo.
Hasta el maestro estaba muy satisfecho porque lo veía atento, estudioso,
inteligente, siempre el primero en entrar en la escuela y el último en ponerse
de pie, acabadas las clases.
El único defecto que tenía era el de frecuentar a demasiados compañeros;
entre éstos había muchos pilluelos conocidísimos por sus pocas ganas de
estudiar y de portarse bien.
El maestro lo advertía todos los días, y tampoco la buena Hada dejaba de
decirle y repetirle muchas veces:
¡Mira, Pinocho! Cuídate de esos compañeros tuyos que van a acabar,
tarde o temprano, por hacerte perder el amor al estudio, y quizá te acarrearán
una gran desgracia.
¡No hay peligro! contestaba el muñeco, encogiéndose de hombros y
tocándose la frente con el índice, como diciendo: «Hay mucha cordura aquí
dentro».
Pero ocurrió que un buen día, yendo a la escuela, encontró a una pandilla
de los consabidos compañeros, que fueron a su encuentro y le dijeron:
¿Sabes la gran noticia?
No.
Ha llegado a estos mares un Tiburón, grande como una montaña.
¿De verdad? ¿Será el mismo Tiburón de cuando se ahogó mi padre?
Nosotros vamos a la playa para verlo. ¿Vienes tú también?
Yo, no; quiero ir a la escuela.
¿Qué te importa la escuela? A la escuela ya iremos mañana. Total, con
una lección más o menos, seguiremos siendo lo mismo de burros.
¿Y el maestro, qué dirá?
Que diga lo que quiera. Le pagan para que gruña todo el día.
¿Y mi madre?
Las madres nunca saben nada contestaron ellos.
¿Saben lo que haré? dijo Pinocho: Quiero ver a ese Tiburón, tengo
mis razones
. pero iré después de la escuela.
¡Pobre necio! reprochó uno de la pandilla. ¿Es que te crees que un
pez de ese tamaño se va a quedar allí a tu conveniencia? En cuanto se aburra,
continuará su marcha hacia otro lugar, y si te he visto no me acuerdo.
¿Cuánto tiempo se necesita para ir de aquí a la playa? preguntó el
muñeco.
En una hora estaremos de vuelta.
Entonces, adelante. ¡El último es tonto! gritó Pinocho. Dada así la
señal de partida, aquella pandilla de pilluelos, con los libros y los cuadernos
bajo el brazo, empezó a correr a través de los campos; Pinocho iba siempre
delante de todos, como si tuviera alas en los pies.
De vez en cuando, volviéndose hacia atrás, se burlaba de sus compañeros,
que se habían quedado a una distancia respetable, y al verlos sin aliento,
jadeantes, polvorientos y con la lengua fuera, se reía con ganas. ¡El infeliz no
sabía, en aquel momento, a cuántos temores y a qué terrible desgracia se
precipitaba!
XXVII
Gran pelea entre Pinocho y sus camaradas; al ser herido uno de éstos, los
guardias arrestan a Pinocho.
Cuando llegó a la playa, Pinocho echó un gran vistazo al mar, pero no vio
ningún Tiburón. El mar estaba tan liso como un gran espejo de cristal.
¿Dónde está el Tiburón? preguntó, volviéndose a sus camaradas.
Se habrá ido a comer contestó uno de ellos, riéndose.
O se habrá ido a la cama, a descabezar un sueñecito añadió otro,
riendo aún más fuerte.
Por aquellas respuestas incongruentes y aquellas necias carcajadas,
Pinocho comprendió que sus camaradas le habían jugado una mala broma,
haciéndole creer una cosa que no era cierta; se enojó y les dijo, con voz airada:
¡Bien! ¡Qué gracia le encuentran a haberme hecho creer el cuento del
Tiburón?
¡Tiene mucha gracia! respondieron a coro aquellos pillos.
¿Cuál?
La de haberte hecho perder la escuela y venir con nosotros. ¿No te
avergüenzas de ser todos los días tan puntual y aplicado en las lecciones? ¿No
te da vergüenza estudiar tanto?
¿Qué les importa a ustedes que yo estudie o deje de estudiar?
Nos importa muchísimo, porque nos obligas a hacer un mal papel ante el
maestro
¿Por qué?
Porque los alumnos que estudian hacen desmerecer siempre a los que,
como nosotros, no quieren estudiar. ¡Y nosotros no queremos desmerecer!
¡También tenemos nuestro amor propio!
Entonces, ¿qué debo hacer para darles en el gusto?
Debes aburrirte tú también de la escuela, de las lecciones y del maestro,
que son nuestros tres grandes enemigos.
¿Y si quisiera seguir estudiando?
No te miraríamos más a la cara y nos la pagarías en la primera ocasión.
De verdad que casi me hacen reír dijo el muñeco, encogiéndose de
hombros.
¡Eh, Pinocho! gritó entonces el mayor de los muchachos. ¡No
vengas a hacerte el bravucón, no te hagas el gallito! ¡Porque, si tú no nos
temes, nosotros no te tememos! ¡Acuérdate de que estás solo y de que nosotros
somos siete!
¡Siete, como los pecados capitales! dijo Pinocho, con una gran
risotada.
¿Han oído? ¡Nos ha insultado a todos! ¡Nos ha comparado con los
pecados capitales!
¡Pinocho! ¡Pídenos perdón
. o si no, ay de ti!
¡Cucú! cantó el muñeco, tocándose la punta de la nariz con los dedos
en señal de burla.
¡Pinocho! ¡Vamos a acabar mal!
¡Cucú!
¡Te vas a ganar más palos que un burro!
¡Cucú!
¡Volverás a casa con la nariz rota!
¡Cucú!
¡El cucú te lo voy a dar yo! gritó el más atrevido de los pilluelos:
¡Toma esto, a cuenta, y guárdalo para la cena de esta noche!
Y le lanzó un puñetazo a la cabeza.
Pero fue, como suele decirse, toma y da; porque el mu ñeco, como era
de esperar, contestó de inmediato con otro puñetazo; y en un instante el
combate se hizo general y encarnizado.
Pinocho, aunque estaba solo, se defendía como un héroe. Con sus pies de
madera durísima golpeaba tan bien que mantenía siempre a los enemigos a
respetuosa distancia. Allí donde podían llegar sus pies, dejaba un moretón
como recuerdo.
Entonces los muchachos, despechados porque no se podían medir con el
muñeco en un cuerpo a cuerpo, pensaron en utilizar proyectiles; y, desatando
los paquetes de libros de la escuela, empezaron a lanzar contra él los
Silabarios, las Gramáticas, los Juanitos, los Minuzzoli, los Cuentos de Thouar
y el Polluelo de la Baccini, y otros libros escolares; pero el muñeco, que tenía
buena vista, los esquivaba a tiempo y los volúmenes pasaban sobre su cabeza e
iban todos a caer al mar.
¡Figúrense los peces! Los peces, creyendo que aquellos libros eran
comestibles, corrían en bandadas a flor de agua; pero tras haber probado
alguna página o alguna tapa, la escupían en seguida, haciendo con la boca una
mueca que parecía significar: «No es para nosotros: estamos acostumbrados a
comer cosas mejores».
La lucha se hacía cada vez más feroz, y sucedió que un gran Cangrejo, que
había salido del agua y se arrastraba despacito por la playa, gritó con un
vozarrón de trompeta acatarrada:
¡Quietos, bribones, que no son más que eso! ¡Estas guerras entre
muchachos nunca acaban bien! ¡Siempre pasa alguna desgracia!
¡Pobre Cangrejo! Fue lo mismo que predicar en el desierto. Hasta el
sinvergüenza de Pinocho, volviéndose a mirarlo con encono, le dijo
groseramente:
¡Cállate, Cangrejo odioso! Mejor harías chupando dos pastillas
medicinales para curarte ese resfriado de garganta. ¡Vete a la cama y trata de
sudar!
Mientras tanto, los muchachos, que habían acabado ya de tirar todos sus
libros, vieron a poca distancia el paquete de libros del muñeco y se apoderaron
de él inmediatamente.
Entre aquellos libros había un volumen encuadernado en cartón grueso,
con el lomo y las cantoneras de pergamino. Era un Tratado de Aritmética. ¡Los
dejo imaginar lo pesado que era!
Uno de los chicuelos agarró el volumen y, apuntando a la cabeza de
Pinocho, lo lanzó con toda la fuerza de su brazo; pero en vez de alcanzar al
muñeco le dio en la cabeza a uno de sus compañeros, el cual se puso blanco
como un papel y sólo pudo decir estas palabras:
¡Mamá, mamá, ayúdame
, que me muero!
Y cayó cuan largo era sobre la arena de la playa. Al ver a su amigo como
muerto, los muchachos, asustados, se dieron a la fuga, y en pocos minutos no
quedó ni uno.
Pero Pinocho se quedó allí, aunque también él estaba más muerto que vivo
del susto y del dolor; corrió a empapar su pañuelo al agua del mar y se puso a
humedecer las sienes de su pobre compañero de escuela. Mientras tanto
lloraba a lágrima viva y, desesperándose, lo llamaba por su nombre y decía:
¡Eugenio!
¡Pobre Eugenio!
¡Abre los ojos y mírame
¿Por qué no
me contestas?
No he sido yo, ¿sabes?, quien te ha hecho tanto daño.
¡Créeme, no he sido yo!
¡Abre los ojos, Eugenio!
Si continúas con los
ojos cerrados me moriré yo también
¡Dios mío! ¿Cómo voy a volver a casa?
¿Con qué cara voy a presentarme a mi buena mamá? ¿Qué será de mí?
¿A dónde huiré?
¿Dónde podré esconderme?
¡Oh, habría sido mejor, mil
veces mejor, que hubiera ido a la escuela! ¿Por qué hice caso de estos
compañeros, que son mi condenación?
El maestro me lo había dicho
y mi
mamá me lo había repetido: «Cuídate de las malas compañías». Pero yo soy
un testarudo
, un porfiado
¡Dejo hablar a todos y luego hago lo que me da
la gana! Y después me toca pagarlo
Y por eso, desde que estoy en el mundo,
no he tenido un cuarto de hora tranquilo. ¡Dios mío! ¿Qué será de mí?
Pinocho continuaba llorando, dándose golpes en la cabeza y llamando por
su nombre al pobre Eugenio, cuando oyó de repente un ruido de pasos que se
acercaban.
Se volvió: eran dos guardias.
¿Qué haces ahí, tirado en el suelo? preguntaron a Pinocho.
Ayudo a este compañero de escuela.
¿Está mal?
Me parece que sí
¡Parece que muy mal! dijo uno de los guardias, inclinándose y
observando a Eugenio de cerca. Este muchacho ha sido herido en la sien.
¿Quién lo hirió?
Yo no balbuceó el muñeco, sin aliento para más.
Si no fuiste tú, ¿quién lo ha herido?
Yo no repitió Pinocho.
¿Y con qué lo han herido?
Con este libro.
Y el muñeco recogió del suelo el Tratado de Aritmética, encuadernado en
cartón y pergamino, para enseñárselo al guardia.
¿Y este libro de quién es?
Mío.
Ya basta; no hay que saber más. Levántate y ven con nosotros.
Pero yo
¡Ven con nosotros!
Pero yo soy inocente
¡Ven con nosotros!
Antes de marcharse, los guardias llamaron a unos pescadores que en ese
momento pasaban con su barca cerca de la playa, y les dijeron:
Les confiamos a este chico herido en la cabeza. Llévenlo a su casa y
cuídenlo. Mañana vendremos a verlo.
Después se volvieron a Pinocho y, poniéndolo entre los dos, le ordenaron
con acento militar:
¡Adelante, y camina ligero! ¡Si no, va a ser peor para ti!
Sin hacérselo repetir, el muñeco empezó a andar por la senda que llevaba
al pueblo. Pero el pobre diablo ni sabía en qué mundo estaba. Le parecía soñar
una horrible pesadilla. Estaba fuera de sí.
Sus ojos lo veían todo doble, las piernas le temblaban, la lengua se le había
pegado al paladar y no podía articular ni una palabra. Sin embargo, en medio
de aquel estupor y entontecimiento, una agudísima espina le traspasaba el
corazón: el pensamiento de que debía pasar bajo las ventanas de la casa de su
buena Hada entre los dos guardias. Hubiera preferido morir.
Habían llegado ya y estaban a punto de entrar en el pueblo, cuando una
juguetona ráfaga de viento arrebató el gorro de la cabeza de Pinocho,
llevándolo a una docena de pasos de allí.
¿Me permiten dijo el muñeco a los guardias, que vaya a recoger mi
gorro?
Recógelo, pero vuelve en seguida.
El muñeco fue, recogió el gorro
, y, en vez de ponérselo en la cabeza, se
lo metió en la boca, entre los dientes, y empezó a correr a toda prisa hacia la
playa. Corría como una bala.
Los guardias, pensando que sería difícil alcanzarlo, azuzaron tras él a un
gran mastín, que había ganado el primer premio en todas las carreras de
perros. Pinocho corría y el perro corría más que él, por lo que la gente se
asomaba a las ventanas y se agolpaba en medio de la calle, ansiosa de ver el
desenlace de aquella feroz carrera. Pero no pudieron darse ese gusto, porque el
mastín y Pinocho levantaban en el camino una polvareda tal que a los pocos
minutos ya no se pudo ver nada.
XXVIII
Pinocho corre el peligro de que lo frían en una sartén, como un pez.
Durante aquella desesperada carrera, hubo un momento terrible, un
momento en el que Pinocho se creyó perdido; pues hay que saber que Alidoro
(así se llamaba el perro), a fuerza de correr y correr, casi lo había alcanzado.
El muñeco sentía a sus espaldas, a un palmo de distancia, el jadear afanoso
de la fiera, e incluso percibía el cálido vaho de sus resoplidos.
Afortunadamente la playa estaba ya cerca; y el mar se veía a pocos pasos.
En cuanto pisó la playa, el muñeco dio un gran salto, que hubiera
envidiado una rana, y cayó al agua, Alidoro, en cambio, intentó detenerse
pero, arrastrado por el ímpetu de la carrera, entró también en el agua. Y el
desgraciado no sabía nadar, por lo que inmediatamente se puso a patalear para
salir a flote; pero cuanto más pataleaba más se le hundía la cabeza en el agua.
Cuando por fin consiguió sacarla, el pobre bicho tenía los ojos
aterrorizados y fuera de las órbitas y, ladrando, gritaba:
¡Me ahogo! ¡Me ahogo!
¡Revienta! le contestó, desde lejos, Pinocho, que ya se veía fuera de
peligro.
¡Ayúdame, Pinochito!
¡Sálvame de la muerte!
Ante aquellos gritos desgarradores, el muñeco, que en el fondo tenía un
corazón de oro, se compadeció y, volviéndose hacia el perro, le preguntó:
¿Me prometes que, si te ayudo a salvarte, no me molestaras más ni
volverás a perseguirme?
¡Te lo prometo! ¡Te lo prometo! Y date prisa, por favor, que si tardas
medio minuto ya no hay quien me salve.
Aún titubeó Pinocho; pero después, recordando que su padre le había dicho
muchas veces que uno jamás se arrepiente de una buena acción, nadó hasta
Alidoro, y tirándole de la cola con ambas manos lo llevó sano y salvo hasta la
arena seca de la playa.
El pobre animal no se tenía en pie. Había bebido, contra su voluntad, tanta
agua salada, que estaba hinchado como un globo. Sin embargo, el muñeco,
que no se fiaba demasiado, juzgó prudente echarse otra vez al mar y mientras
se alejaba de la playa gritó al amigo salvado:
¡Adiós, Alidoro! ¡Buen viaje y recuerdos a la familia!
Adiós, Pinochito contestó el perro, muchas gracias por haberme
librado de la muerte. Me has hecho un gran servicio y en este mundo nada se
hace en vano. Si llega la ocasión, lo comprobarás.
Pinocho continuó nadando, sin alejarse mucho de la costa. Por fin le
pareció que había llegado a un lugar seguro y, echando una ojeada a la playa,
vio sobre los escollos una especie de gruta, de la que salía un larguísimo
penacho de humo.
En esa gruta se dijo debe haber fuego. ¡Tanto mejor! Iré a secarme
y a calentarme; después
. después veremos qué pasa.
Tomada esta resolución, se acercó a la escollera; pero cuando estaba a
punto de trepar, sintió algo bajo el agua que subía, subía y se lo llevaba por los
aires. Intentó huir, pero ya era tarde, porque con grandísimo asombro se
encontró encerrado en una gruesa red, en medio de un montón de peces de
todas clases y tamaños que coleaban y se revolvían como almas que lleva el
diablo.
Al mismo tiempo vio salir de la gruta a un pescador feo, tan feo que
parecía un monstruo marino. Sobre su cabeza, en lugar de pelo, crecía una
tupida mata de verde hierba; verde era la piel de su cuerpo, verdes los ojos,
verde la larguísima barba que casi le llegaba a los pies. Parecía un enorme
lagarto erguido sobre las patas traseras.
Cuando el pescador terminó de sacar la red del mar, gritó, muy contento:
¡Bendito sea Dios! ¡También hoy podré darme un buen atracón de
peces! «Menos mal que yo no soy un pez», dijo pinocho para sí, recobrando
algo de valor.
La red llena de peces fue llevada al interior de la gruta, una gruta oscura y
ahumada, en medio de la cual borboteaba una gran sartén con aceite que
despedía un olorcillo de callampas que cortaba la respiración.
Veamos, ahora, qué peces hemos cogido dijo el pescador verde; e
introduciendo en la red una manaza monstruosa, que parecía una gran pala de
panadero, sacó un puñado de salmonetes.
¡Buenos salmonetes! exclamó, mirándolos, y olfateándolos con
deleite. Y, tras haberlos olfateado, los echó en una concavidad de la roca.
Después repitió varias veces la misma operación; y a medida que iba
sacando los restantes peces, se le hacía agua la boca y decía, alborozado:
¡Buenas merluzas!
¡Exquisitos congrios!
¡Deliciosos lenguados!
¡Espléndidos pejerreyes!
¡Ricos boquerones, con cabeza y todo!
Como se pueden imaginar, las merluzas, los congrios, los lenguados, los
pejerreyes y los boquerones, fueron a hacer compañía a los salmonetes en su
hueco.
El último que quedó en la red fue Pinocho.
Apenas lo hubo sacado, el pescador desorbitó sus ojazos, al tiempo que
gritaba, casi atemorizado:
¿Qué clase de pescado es éste? ¡No recuerdo haber comido nunca peces
así!
Y volvió a mirarlo atentamente; tras haberlo mirado y remirado, dijo por
fin:
Ya entiendo; debe ser un cangrejo de mar.
Entonces Pinocho, mortificado al ver que lo tomaban por un cangrejo,
exclamó, con resentimiento:
¡Qué cangrejo ni qué ocho cuartos! ¡Mire cómo me trata! Yo, para que
se entere, soy un muñeco.
¿Un muñeco? replicó el pescador. Debo confesar que el pez
muñeco es nuevo para mí. Mejor así.
Te comeré con más ganas.
¿Comerme? ¿No comprende que no soy un pez? ¿O es que no se da
cuenta de que hablo y razono como usted?
Es cierto añadió el pescador, y como veo que eres un pez que tiene
la suerte de hablar y razonar como yo, estoy dispuesto a tratarte con los
debidos miramientos.
¿Y en qué consisten esos miramientos?
Como signo de amistad y de particular estima, dejo a tu elección la
forma de ser cocinado. ¿Deseas ser frito en la sartén o prefieres ser cocido en
la olla, con salsa de tomate?
A decir verdad repuso Pinocho, si debo elegir, prefiero ser dejado en
libertad, para poder volver a mi casa.
¡Estás de broma! ¿Crees que voy a desperdiciar la ocasión de probar un
pez tan raro? No todos los días se pesca en estos mares un pezmuñeco.
Déjalo de mi cuenta; te freiré junto a los otros peces y así te sentirás a gusto.
Ser frito en compañía es siempre un consuelo.
Ante esta perspectiva, el infeliz Pinocho empezó a llorar, a chillar y a pedir
clemencia, al tiempo que decía:
¡Cuánto mejor hubiera sido ir a la escuela!
He seguido el consejo de
los compañeros y ahora lo pago
¡Ay, ay, ay!
Y, como se retorcía a la manera de una anguila y hacía desesperados
esfuerzos para escurrirse de las manos del pescador verde, éste tomó una vara
de junco y, tras atarlo de pies y manos, como un salchichón, lo arrojó a la
concavidad con los otros peces.
Después, sacando un tarro de madera lleno de harina, se dedicó a rebozar a
todos los peces; y, a medida que los enharinaba, los iba echando a la sartén.
Las primeras en bailar dentro del aceite hirviendo fueron las pobres
merluzas; después les tocó el turno a los pejerreyes, luego a los congrios,
luego a los lenguados y a los boquerones, y por fin le llegó el turno a Pinocho.
Este, al verse tan cerca de la muerte (¡y qué clase de muerte!), fue presa de un
temblor y un miedo tan intenso que no consiguió sacar ni un hilo de voz para
pedir misericordia.
El pobrecillo se limitó a pedirla con los ojos. Pero el pescador verde, sin
echarle siquiera un vistazo, le dio cinco o seis vueltas en la harina,
rebozándolo de pies a cabeza y convirtiéndolo en una especie de muñeco de
yeso.
A continuación, lo agarró por la cabeza y
XXIX
Regresa a casa del Hada, que le promete que al día siguiente ya no será un
muñeco, sino que se convertirá en un niño. Gran desayuno de café con
leche para festejar este gran acontecimiento.
Cuando el pescador estaba justamente a punto de echar a Pinocho en la
sartén, entró en la gruta un enorme perro, atraído por el tentador y penetrante
olor de la fritura.
¡Fuera! le gritó el pescador, amenazándole y sin soltar de la mano al
enharinado muñeco.
Pero el pobre perro tenía un hambre de mil diablos y, gimiendo y
meneando el rabo, parecía decir: «Dame un bocado de fritura y te dejo en
paz».
¡Fuera, te digo! repitió el pescador; y alargó la pierna para darle una
patada.
Entonces el perro, que cuando tenía hambre de verdad no se andaba con
bromas, se revolvió gruñendo contra el pescador, enseñándole sus terribles
colmillos.
En ese momento se oyó en la gruta una vocecita muy débil, que decía:
¡Sálvame, Alidoro! Si no me salvas, puedo darme por frito
El perro
reconoció de inmediato la voz de Pinocho y advirtió, con enorme asombro,
que la vocecita salía del revoltijo enharinado que el pescador tenía en la mano.
¿Qué hizo entonces? Dio un gran salto desde el suelo, apresó suavemente
con los dientes el bulto enharinado y salió corriendo de la gruta, como una
exhalación. El pescador, furiosísimo de que le arrancaran de las manos un pez
al que tenía tantas ganas de comer, trató de perseguir al perro; pero a los pocos
pasos sufrió un acceso de tos y tuvo que volverse atrás.
Entretanto, Alidoro, alcanzada ya la senda que llevaba al pueblo, se detuvo
y posó delicadamente en el suelo a su amigo Pinocho.
¡Cuánto tengo que agradecerte! dijo el muñeco.
No hay de qué replicó el perro, tú me salvaste a mí, y lo que se hace,
se devuelve. Ya se sabe: en este mundo hay que ayudarse unos a otros.
¿Y cómo fuiste a parar a aquella gruta?
Seguía tendido en la playa, más muerto que vivo, cuando el viento me
trajo desde lejos un olorcillo de fritura. El olorcillo me despertó el apetito y lo
seguí
¡Si llego un minuto más tarde!
¡Ni lo digas! gritó Pinocho, que aún temblaba de miedo. ¡Ni lo
digas! Si llegas un minuto más tarde, a estas horas ya estaría frito, comido y
digerido.
¡Brrr!
¡Me estremezco sólo de pensarlo!
Alidoro, riendo, extendió la pata derecha hacia el muñeco, que se la apretó
fuertemente en señal de amistad; después se separaron.
El perro reemprendió el camino de su casa; y Pinocho, cuando se quedó
solo, fue hasta una cabaña no muy distante de allí y le preguntó a un viejecillo
que estaba en la puerta, calentándose al sol:
Dígame, buen hombre, ¿sabe algo de un pobre chico herido en la cabeza,
que se llama Eugenio?
El chico fue traído por unos pescadores a esta cabaña y ahora
¡Ahora está muerto! interrumpió Pinocho, con gran dolor.
No: ahora está vivo y ya ha vuelto a su casa replicó el viejecillo.
¿De veras? ¿De veras? rio el muñeco, saltando de alegría. ¿De
modo que la herida no era grave?
Podría haber sido gravísima, e incluso mortal repuso el viejecillo,
porque le tiraron a la cabeza un enorme libro encuadernado en cartón.
Y ¿quién se lo tiró?
Un compañero de escuela: un tal Pinocho
¿Quién es ese Pinocho? preguntó el muñeco, haciéndose el
desentendido.
Dicen que es un golfillo, un vagabundo, un verdadero indeseable
¡Calumnias! ¡Todo calumnias!
¿Conoces tú a ese Pinocho?
¡De vista! contestó el muñeco.
¿Y qué concepto tienes de él?
A mí me parece un gran chico, lleno de ganas de estudiar, obediente,
cariñoso con su padre y su familia
Mientras el muñeco espetaba tranquilamente todas estas mentiras, se tocó
la nariz y advirtió que se le había alargado más de un palmo. Entonces, muy
asustado, empezó a gritar:
No haga caso, buen hombre, de todo lo que le he dicho; conozco
perfectamente a Pinocho y puedo asegurarle también que es realmente un niño
desobediente y un haragán, y que, en vez de ir a la escuela, se va con sus
camaradas a hacer travesuras.
Apenas hubo pronunciado estas palabras, la nariz se le acortó y volvió a su
tamaño natural, como antes.
¿Y por qué estás tan manchado de blanco? le preguntó de repente el
viejecillo.
Le diré
. sin darme cuenta me he restregado contra una pared recién
encalada contestó el muñeco, avergonzándose de confesar que lo habían
rebozado como a un pescado para freírlo en una sartén.
¿Y qué hiciste con tu chaqueta, tus pantalones y tu gorro?
Me encontré a unos ladrones que me los robaron. Dígame, buen anciano,
¿no tendría cualquier cosa que yo pueda ponerme para volver a casa?
Hijo mío, en materia de trajes no tengo más que un saquito donde
guardo maníes y castañas. Si lo quieres, tómalo; ahí está.
Pinocho no se lo hizo decir dos veces; tomó el saco indicado, el que estaba
vacío, y tras haberle hecho con las tijeras un agujero en el fondo y dos
agujeros en los lados, se lo metió como una camisa. Y así, sumariamente
vestido, se encaminó hacia el pueblo.
Pero por el camino no se sentía muy tranquilo; hasta el punto de que daba
un paso hacia adelante y otro hacia atrás, y, hablando consigo mismo, iba
diciendo:
¿Cómo me las arreglo para presentarme así ante mi buena Hada? ¿Qué
diré cuando me vea?
¿Querrá perdonarme esta segunda trastada?
Apuesto
a que no me la perdona
. oh, no, seguro que no me la perdona
Y será por
mi culpa; porque soy un granuja que siempre prometo corregirme y nunca
cumplo mi palabra
Llegó al pueblo ya entrada la noche, y como hacía muy mal tiempo y llovía
a cántaros se fue derecho a casa del Hada, decidido a llamar a la puerta para
que le abriesen.
Pero cuando se vio allí sintió que le faltaba el valor y, en vez de llamar, se
alejó corriendo una veintena de pasos. Se acercó por segunda vez a la puerta, e
igual resultado; se acercó por tercera vez, y nada; la cuarta vez cogió
temblando la aldaba de hierro y arriesgó un pequeño golpe.
Espera que te esperarás, por fin, después de media hora, se abrió una
ventana del último piso (la casa tenía cuatro pisos) y Pinocho vio asomarse a
un gran Caracol, que tenía una lamparilla encendida en la cabeza, que le dijo:
¿Quién llama a estas horas?
¿Está el Hada en casa? preguntó el muñeco.
El Hada duerme y no quiere que la despierten. Pero, ¿quién eres tú?
¡Soy yo!
¿Quién es «yo»?
Pinocho.
¿Qué Pinocho?
El muñeco, el que vive con el Hada.
¡Ah! Ya comprendo dijo el Caracol. Espérame ahí, que ahora bajo y
te abro en seguida.
Dese prisa, por favor, que me muero de frío.
Hijo mío, soy un Caracol, y los Caracoles nunca tienen prisa.
Pasó una hora, pasaron dos, y la puerta no se abría; en vista de ello,
Pinocho, que temblaba de frío, de miedo y del agua que tenía encima, cobró
ánimos y llamó por segunda vez, y llamó más fuerte.
Ante aquella segunda llamada se abrió una ventana del piso inferior y se
asomó el consabido Caracol.
¡Caracolito lindo gritó Pinocho desde la calle, hace dos horas que
espero! Y dos horas, con esta nochecita, se hacen más largas que dos años.
¡Dese prisa, por favor!
Hijo mío contestó el flemático y pacífico animalito desde la ventana
, hijo mío, soy un Caracol, y los Caracoles nunca tienen prisa.
Y la ventana volvió a cerrarse.
Pronto dieron las doce; después la una, después las dos, y la puerta
continuaba cerrada.
Entonces Pinocho, perdiendo la paciencia, agarró con rabia la aldaba de la
puerta para un gran golpe que atronase todo el edificio; pero la aldaba, que era
de hierro, se convirtió de repente en una anguila viva, que se escurrió de sus
manos y desapareció en el reguero de agua que había en medio de la calle.
¡Ah! ¿Sí? gritó Pinocho, cada vez más cegado por la cólera. Pues si
la aldaba ha desaparecido, seguiré llamando a fuerza de patadas.
Y, echándose un poco hacia atrás, descargó un solemnísimo puntapié en la
puerta de la casa. El golpe fue tan fuerte que el pie penetró hasta la mitad en la
madera; y cuando el muñeco trató de sacarlo, fue trabajo perdido; porque el
pie había quedado hundido dentro, como un clavo remachado.
¡Figúrense al pobre Pinocho! Tuvo que pasar el resto de la noche con un
pie en el suelo y otro en el aire.
Por la mañana, al despuntar el día, se abrió por fin la puerta. El buen
Caracol sólo había tardado nueve horas en bajar desde el cuarto piso hasta la
puerta de la calle. ¡Debía sentirse agotado tras semejante apresuramiento!
¿Qué haces con el pie clavado en la puerta? preguntó, riendo, al
muñeco.
Ha sido una desgracia. Mire a ver si consigue liberarme de este suplicio,
Caracolito lindo.
Hijo mío, para eso tendría que ser un leñador y yo nunca lo he sido.
Pídaselo al Hada de mi parte
El Hada duerme y no quiere que la despierten.
Y ¿qué quiere que haga yo, clavado todo el día en esta puerta?
Diviértete contando las hormigas que pasen por la calle.
Tráigame, al menos, algo de comer, porque estoy agotado.
¡Ahora mismo! contestó el Caracol.
En efecto, tres horas y media después Pinocho lo vio regresar con una
bandeja de plata en la cabeza. En la bandeja había un pan, un pollo asado y
cuatro albaricoques maduros.
Ahí tienes el desayuno que te manda el Hada dijo el Caracol.
Ante tanta abundancia, el muñeco se consoló del todo. ¡Cuál no sería su
desencanto cuando, al empezar a comer, advirtió que el pan era de yeso, el
pollo de cartón y los cuatro albaricoques de alabastro coloreado!
Quería llorar, quería entregarse a la desesperación, quería tirar la bandeja
con todo lo que contenía; pero en cambio, bien por el intenso dolor, bien por el
vacío del estómago, el caso es que cayó desvanecido.
Cuando volvió en sí se encontró tendido en un sofá, con el Hada a su lado.
También esta vez te perdono le dijo el Hada, pero, ¡ay de ti si haces
otra de las tuyas!
Pinocho prometió y juró que estudiaría y que siempre se portaría bien. Y
mantuvo su palabra durante el resto del año. En efecto, en los exámenes de
verano alcanzó el honor de ser el mejor de la escuela; su comportamiento, en
general, fue juzgado tan bueno y satisfactorio que el Hada, muy contenta, le
dijo:
¡Mañana por fin se cumplirá tu deseo!
¿Cuál?
Mañana dejarás de ser un muñeco de madera y te convertirás en un buen
muchacho.
Quien no vio la alegría de Pinocho ante esta noticia tan anhelada no podrá
imaginársela jamás.
Todos sus amigos y compañeros de escuela fueron invitados, para el día
siguiente, a un gran desayuno en casa del Hada para festejar juntos el gran
acontecimiento; el Hada hizo preparar doscientas tazas de café con leche y
cuatrocientos panecillos con mantequilla. La jornada prometía ser muy bella y
alegre, pero
Desgraciadamente, en la vida de los muñecos siempre hay un pero que
echa a perder las cosas.
XXX
Pinocho, en vez de convertirse en un niño, parte a escondidas con su
amigo Mecha hacia el País de los Juguetes.
Como es natural, Pinocho pidió inmediatamente permiso al Hada para
recorrer la ciudad haciendo las invitaciones, y el Hada le dijo:
Muy bien, ve a invitar a tus compañeros al desayuno de mañana; pero
acuérdate de volver a casa antes de que sea de noche. ¿Entendido?
Prometo que regresaré dentro de una hora replicó el muñeco.
¡Cuidado, Pinocho! Los niños prometen muchas cosas que después, en
la mayoría de los casos, no cumplen.
Pero yo no soy como los demás; yo, cuando digo una cosa, la mantengo.
Ya veremos. Si desobedeces, peor para ti.
¿Por qué?
Porque los niños que no hacen caso de los consejos de quien sabe más
que ellos, se encuentran siempre con alguna desgracia.
¡Yo ya lo probé! dijo Pinocho. ¡Pero ahora no picaré ese anzuelo!
Veremos si es cierto.
Sin añadir otras palabras, el muñeco se despidió de su buena Hada, que era
para él como una madre, y salió de casa cantando y bailando.
En poco más de una hora todos sus amigos quedaron invitados. Unos
aceptaron en seguida de muy buena gana. Otros se hicieron rogar un poco al
principio, pero cuando supieron que los panecillos para mojar en el café con
leche tenían mantequilla también por la parte de fuera, aceptaron todos
diciendo:
Iremos también nosotros, para complacerte.
Y ahora hay que saber que Pinocho, entre sus amigos y camaradas de
escuela, tenía uno predilecto y muy querido, que se llamaba Romeo; pero
todos lo llamaban con el sobrenombre de Mecha, debido a su aspecto enjuto y
enflaquecido, igual que la mecha nueva de una lámpara.
Mecha era el niño más perezoso y travieso de toda la escuela, pero Pinocho
lo quería mucho. Fue en seguida a buscarlo a su casa, para invitarlo al
desayuno, pero no lo encontró; volvió por segunda vez y Mecha tampoco
estaba; volvió por tercera vez e hizo el viaje en vano.
¿Dónde dar con él? Busca por aquí, busca por allá, por último lo vio
escondido bajo el pórtico de una casa campesina.
¿Qué haces ahí? le preguntó Pinocho, acercándose.
Espero a la medianoche, para partir.
¿A dónde vas?
¡Lejos, lejos, lejos!
¡Y yo que he ido tres veces a buscarte a tu casa!
¿Para qué me querías?
¿No sabes el gran acontecimiento? ¿No sabes la suerte que tengo?
¿Cuál?
Mañana dejo de ser un muñeco y me convierto en un niño como tú y
como todos los demás.
Buen provecho te haga.
Así que, mañana, te espero a desayunar en mi casa.
Ya te he dicho que me voy esta noche
¿A qué hora?
Dentro de poco.
Y ¿a dónde vas?
Voy a vivir a un sitio
que es el mejor país de este mundo: ¡una
auténtica Jauja!
¿Cómo se llama?
Se llama el País de los Juguetes. ¿Por qué no vienes tú también?
¿Yo? ¡No, desde luego que no!
¡Te equivocas, Pinocho! Créeme, te arrepentirás si no vienes. ¿Dónde
vas a encontrar un país más saludable para nosotros, los niños? Allí no hay
escuelas, ni maestros, allí no hay libros. En ese bendito país no se estudia
nunca. El jueves no se va a la escuela; y las semanas se componen de seis
jueves y un domingo. Figúrate que las vacaciones de verano empiezan el
primero de enero y acaban en diciembre. ¡Al fin encontré un país que me gusta
realmente! ¡Así deberían ser todas las naciones civilizadas!
¿Y cómo se pasan los días en el País de los Juguetes?
Se pasan jugando y divirtiéndose de la mañana a la noche. Por la noche
uno se va a la cama y a la mañana siguiente, vuelta a empezar. ¿Qué te parece?
¡Hum!
dijo Pinocho; y sacudió levemente la cabeza, como
diciendo: «Llevaría de buen grado esa vida».
Entonces, ¿quieres venirte conmigo? ¿Sí o no? Decídete.
No, no, y mil veces no. Ya he prometido a mi buena Hada que me
convertiría en un buen chico, y quiero mantener mi promesa. Y como veo que
el sol se está poniendo, ahora mismo te dejo y me voy. Conque, adiós, y buen
viaje.
¿A dónde corres con tanta prisa?
A casa. Mi buena Hada quiere que regrese antes de anochecer.
Espera dos minutos más.
Se me hace tarde.
Sólo dos minutos.
¿Y si luego el Hada me grita?
Déjala gritar. Cuando haya gritado a gusto, se callará dijo aquel
bribón de Mecha.
¿Y cómo haces? ¿Te vas solo o acompañado?
¿Solo? ¡Vamos más de cien niños!
¿Y hacen el viaje a pie?
Dentro de poco pasará por aquí el carro que nos recogerá para llevarnos
a ese afortunadísimo país.
¡Lo que daría porque el carro pasase ahora!
¿Por qué?
Para verlos partir a todos juntos.
Espera otro poco y lo verás.
No, no, quiero volver a casa.
Espera otros dos minutos.
¡Ya me he retrasado demasiado! El Hada estará preocupada por mí.
¡Pobre Hada! ¿Acaso tiene miedo de que te coman los murciélagos?
Pero, dime agregó Pinocho, ¿estás realmente seguro de que en ese
país no hay escuelas?
Ni rastro de ellas.
¿Y tampoco maestros?
Ni siquiera uno.
¿Y no hay obligación de estudiar nunca?
¡Nunca, nunca, nunca!
¡Qué hermoso país! dijo Pinocho, sintiendo que se le hacía agua la
boca. ¡Qué hermoso país! ¡No he estado nunca, pero me lo imagino!
¿Por qué no vienes tú también?
¡Es inútil que me tientes! Ya le he prometido a mi buena Hada
convertirme en un niño juicioso y no quiero faltar a mi palabra.
Adiós, entonces, ¡y recuerdos a las escuelas!
y también a los
institutos, si los ves por el camino.
Adiós, Mecha; que tengas buen viaje, diviértete y acuérdate alguna vez
de los amigos.
Dicho esto, el muñeco dio dos pasos para irse; pero después, parándose y
volviéndose hacia su amigo, le preguntó:
¿Estás bien seguro de que en ese país las semanas se componen de seis
jueves y un domingo?
Segurísimo.
¿Sabes con seguridad que las vacaciones empiezan el primero de enero y
acaban el último de diciembre?
¡Indudable!
¡Qué hermoso país! repitió Pinocho, escupiendo a guisa de consuelo.
Luego, con ánimo resuelto, añadió a toda prisa:
Bueno, adiós de verdad; y buen viaje.
Adiós.
¿Cuándo parten?
Dentro de poco.
¡Lástima! Si sólo faltase una hora para la partida, casi sería capaz de
esperar.
¿Y el Hada?
¡Total, ya se me ha hecho tarde!
Da lo mismo volver a casa una hora
antes o después
¡Pobre Pinocho! ¿Y si te grita el Hada?
¡Paciencia! La dejaré gritar. Cuando haya gritado a gusto, se callará.
Entretanto ya se había hecho de noche, y cerrada; de repente vieron
moverse a lo lejos una lucecita
y oyeron un sonido de cascabeles y un
tañido de trompeta, tan pequeño y sofocado que parecía el zumbido de un
mosquito.
¡Ahí está! gritó Mecha, poniéndose en pie.
¿Quién? preguntó Pinocho en voz baja.
El carro que viene a recogerme. Así, pues, ¿quieres venir, sí o no?
Pero, ¿es absolutamente seguro preguntó el muñeco que en ese país
los niños no tienen nunca la obligación de estudiar?
¡Nunca, nunca, nunca!
¡Qué hermoso país!
¡Qué hermoso país!
¡Qué hermoso país!
XXXI
Tras cinco meses de buena vida, Pinocho, con gran asombro, siente que le
brota un buen par de orejas de asno y se convierte en un burro, con cola y
todo.
Por fin llegó el carro; y llegó sin hacer el menor ruido, pues sus ruedas
estaban recubiertas de estopa y trapos.
Tiraban de él doce parejas de burros, todos del mismo tamaño aunque de
distinto pelaje.
Unos eran grises, otros blancos, otros de un gris jaspeado y otros rayados
con grandes listas amarillas y azules.
Pero lo más singular era esto: aquellas doce parejas, o sea los veinticuatro
borriquillos, en vez de ir herrados como todos los animales de tiro o de carga,
llevaban en los pies unos botines de hombre, de cuero blanco.
¿Y el conductor del carro?
Imagínense a un hombrecillo más ancho que largo, tierno y untuoso como
una bola de mantequilla, con carita de manzana y una boquita siempre
sonriente y una voz sutil y acariciadora, como la de un gato que se
encomienda al buen corazón del ama de casa.
Todos los chicos, en cuanto lo veían, quedaban encantados y competían
entre sí para subir a su carro, para ser llevados por él a aquella verdadera jauja
conocida en el mapa con el nombre seductor de País de los Juguetes.
En efecto, el carro estaba ya lleno de niños entre ocho y doce años,
apilados unos sobre otros como sardinas en escabeche. Estaban incómodos,
apretados, casi no podían respirar, pero ninguno decía «¡ay!», ninguno se
lamentaba. El consuelo de saber que dentro de pocas horas llegarían a un país
donde no había libros, ni escuelas, ni maestros, los ponía tan alegres y
resignados que no sentían las molestias, ni los apretones, ni el hambre, ni la
sed, ni el sueño.
En cuanto el carro se detuvo, el hombrecillo se volvió a Mecha y con mil
gestos y muecas le preguntó, sonriendo:
Dime, querido niño, ¿quieres venir tú también a este afortunado país?
Claro que quiero ir.
Te advierto, querido, que en el carro ya no queda sitio. ¡Como ves, está
lleno!
¡Paciencia! replicó Mecha, si no hay sitio dentro, me resignaré a
sentarme en las varas del carro.
Y, dando un salto, montó a horcajadas en las varas.
Y tú, cariño
dijo el hombrecillo, volviéndose zalameramente a
Pinocho, ¿qué piensas hacer? ¿Vienes con nosotros, o te quedas?
Me quedo respondió Pinocho. Quiero volver a mi casa, quiero
estudiar y lucirme en la escuela, como hacen todos los niños buenos.
¡Que te aproveche!
Pinocho dijo entonces Mecha, hazme caso; vente con nosotros y lo
pasaremos bien.
¡No, no y no!
Ven con nosotros y lo pasaremos bien gritaron, a coro, un centenar de
voces desde dentro del carro.
Y si me voy con ustedes, ¿qué dirá mi buena Hada? dijo el muñeco,
que empezaba a ablandarse y a mudar de opinión.
No te calientes la cabeza con esos problemas. Piensa que vamos a un
país donde seremos muy dueños de armar alboroto de la mañana a la noche.
Pinocho no contestó, pero lanzó un suspiro; luego lanzó otro suspiro, luego
un tercer suspiro; por último dijo:
Háganme un sitio; ¡voy también yo!
Los asientos están ocupados replicó el hombrecillo, pero, para
demostrarte lo que te queremos, puedo cederte mi sitio en el pescante
¿Y usted?
Yo haré el camino a pie.
No, de verdad, no puedo permitirlo. ¡Prefiero subir a la grupa de uno de
esos burros! gritó Pinocho.
Dicho y hecho; se acercó al burro derecho de la primera pareja e hizo
ademán de montarlo; pero el animal, volviéndose en seco, le dio un gran golpe
en el estómago con el hocico y lo tiró patas arriba.
Imagínense las carcajadas impertinentes y estrepitosas de todos los niños
que presenciaban la escena.
Pero el hombrecillo no se rio. Se acercó cariñosamente al burro rebelde y,
fingiendo darle un beso, le arrancó de un mordisco la mitad de la oreja
derecha.
Mientras tanto Pinocho, levantándose furioso del suelo, dio un buen salto y
cayó en el lomo del pobre animal. El salto fue tan bonito que los niños,
dejando de reír, empezaron a chillar:
«¡Viva Pinocho!», al mismo tiempo que prorrumpían en una interminable
salva de aplausos.
En ese momento el burro levantó de improviso las dos patas traseras y, con
una violenta cabriola, lanzó al pobre muñeco sobre un montón de grava, en
medio de la carretera.
Nuevamente estallan las carcajadas; pero el hombrecillo, en vez de reírse,
sintió tanto amor por aquel inquieto asnillo que, de un beso, le arrancó
limpiamente la mitad de la otra oreja. Después le dijo al muñeco:
Vuelve a montar y no tengas miedo. Ese burro tenía algún grillo en la
cabeza; pero le he dicho unas palabritas al oído y espero que se volverá manso
y razonable.
Pinocho montó y el carro empezó a moverse; pero mientras los burros
galopaban y el carro corría sobre los guijarros del camino real, el muñeco
creyó oír una voz débil y apenas inteligible, que le dijo:
¡Pobre mentecato! Has querido hacer las cosas a tu manera, pero ya te
arrepentirás.
Pinocho, casi atemorizado, miró a derecha e izquierda para averiguar de
dónde salían esas palabras, pero no vio a nadie: los burros galopaban; el carro
corría; los niños dormían en el interior del carro; Mecha roncaba como un
lirón y el hombrecillo, sentado en el pescante, canturreaba entre dientes:
Todos de noche duermen,
yo no duermo jamás
Al cabo de medio kilómetro, Pinocho oyó la consabida vocecilla débil, que
le dijo:
¡Métetelo en la cabeza, tonto! Los niños que dejan de estudiar y vuelven
las espaldas a los libros, a las escuelas y los maestros, para dedicarse por
entero a los juegos y diversiones, ¡sólo pueden tener mal fin!
¡Lo sé por
experiencia
, y te lo puedo decir! Día vendrá en que llorarás también tú,
como hoy lloro yo
¡pero entonces será tarde!
Ante estas palabras, oscuramente bisbiseadas, el muñeco, más asustado
que nunca, saltó de la grupa de su cabalgadura y agarró a su burro por el
hocico.
¡Imagínense cómo se quedó cuando advirtió que su burro lloraba
y
lloraba exactamente igual que un niño!
¡Eh, señor Hombrecillo! gritó entonces Pinocho al dueño del carro.
¿Sabe lo que ocurre? Este burro llora.
Déjalo llorar; ya tendrá tiempo de reírse.
¿Acaso le ha enseñado también a hablar?
No, aprendió por sí solo a farfullar unas palabras, porque durante tres
años estuvo con una compañía de perros amaestrados.
¡Pobre animal!
Vamos, vamos dijo el hombrecillo, no perdamos el tiempo viendo
llorar a un burro. Sube a caballo y sigamos; la noche es fresca, y el camino,
largo.
Pinocho obedeció sin chistar. El carro reanudó su carrera; y por la mañana,
al despuntar el alba, llegaron al País de los Juguetes.
Este país no se parecía a ningún otro país del mundo. Su población estaba
compuesta exclusivamente por niños. Los mayores tenían catorce años, los
más jóvenes apenas llegaban a los ocho. En las calles había una alegría, un
estrépito y un vocerío como para volverse loco. Bandas de chicuelos por todas
partes; unos jugaban a los dados, otros al tejo, otros a la pelota, unos montaban
en velocípedos y otros en caballitos de madera; unos jugaban a la gallina
ciega, otros al escondite; otros, vestidos de payasos, comían estopa encendida;
unos recitaban, otros cantaban, otros daban saltos mortales, otros caminaban
con las manos en el suelo y las piernas por el aire, unos rodaban el aro, otros
paseaban vestidos de generales con un gorro de papel y un sable de cartón;
reían, chillaban, llamaban, aplaudían, silbaban, imitaban el cacareo de la
gallina cuando pone un huevo
En suma, un verdadero pandemonium, una
algarabía, un endiablado alboroto, como para ponerse algodones en los oídos,
so pena de quedarse sordos. En todas las plazas se veían teatrillos de lona,
atestados de niños de la mañana a la noche, y en todas las paredes de las casas
se leían inscripciones al carbón de cosas tan pintorescas como éstas: ¡Vivan
los jugetes! (en vez de juguetes), no queremos más hescuelas (en vez de no
queremos más escuelas), abajo Larin Mética (en vez de la aritmética), y otras
maravillas por el estilo.
Pinocho, Mecha y todos los otros niños que habían hecho el viaje con el
hombrecillo, en cuanto pusieron los pies en la ciudad se adentraron en aquella
barahúnda y en pocos minutos, como puede imaginarse, se hicieron amigos de
todos. ¿Cabe mayor felicidad?
En medio de tanto jolgorio y tan variada diversión, pasaban como rayos las
horas, los días y las semanas.
¡Ah! ¡Qué hermosa vida! decía Pinocho cada vez que, por azar,
topaba con Mecha.
¿Ves cómo yo tenía razón? replicaba este último ¡Y pensar que no
querías venir! ¡Y decir que se te había metido en la cabeza regresar a casa de
tu Hada para perder el tiempo estudiando!
Tienes que convenir en que si
hoy te ves libre del fastidio de los libros y de las escuelas, me lo debes a mí, a
mis consejos, a mis instancias! Sólo los verdaderos amigos saben hacer estos
grandes favores.
Es cierto, Mecha. Si hoy soy un niño verdaderamente contento te lo
debo a ti. ¿Sabes lo que decía, en cambio, el maestro, hablando de ti? Me
decía siempre: «No te juntes con ese pícaro de Mecha, porque Mecha es un
mal compañero y sólo puede aconsejarte mal»
¡Pobre maestro! replicó el otro, meneando la cabeza. Sé muy bien
que la tenía tomada conmigo y que se complacía en calumniarme, ¡pero yo soy
generoso y lo perdono!
¡Alma grande! dijo Pinocho, abrazando afectuosamente a su amigo y
dándole un beso en medio de los ojos.
Hacía ya cinco meses que duraba esta buena vida de jugar y divertirse
durante todo el día, sin echarse a la cara ni un libro, ni una escuela, cuando
una mañana, Pinocho, al despertarse, recibió una desagradable sorpresa que lo
llenó de malhumor.
XXXII
A Pinocho le salen orejas de burro y después se convierte en un
borriquillo de verdad y empieza a rebuznar.
¿Cuál fue esta sorpresa?
Se lo diré yo, mis queridos y pequeños lectores: la sorpresa fue que a
Pinocho, al despertarse, se le ocurrió, naturalmente, rascarse la cabeza; y al
rascarse la cabeza advirtió
¿Adivinan qué es lo que advirtió?
Advirtió con grandísimo asombro que sus orejas habían crecido más de un
palmo.
Ustedes saben que el muñeco, desde su nacimiento, tenía unas orejas
pequeñísimas; tan pequeñas que ni siquiera se veían a simple vista.
Imagínense, pues, cómo se quedó cuando advirtió que sus orejas se habían
alargado tanto durante la noche que parecían dos cepillos.
Inmediatamente fue a buscar un espejo, para poder verse; pero al no
encontrar un espejo, llenó de agua la palangana del lavabo y, mirándose en su
interior, vio lo que nunca había querido ver: es decir, vio su imagen
embellecida por un magnífico par de orejas de asno.
¡Los dejo imaginarse el dolor, la vergüenza y la desesperación del pobre
Pinocho!
Empezó a llorar, a chillar, a golpearse la cabeza contra las paredes; pero
cuanto más se desesperaba, más crecían sus orejas, crecían y se volvían
peludas en la punta.
Ante el ruido de aquellos gritos agudísimos entró en la habitación una
hermosa Marmotilla que vivía en el piso superior; al ver al muñeco con
semejante desvarío, le preguntó presurosa:
¿Qué tienes, querido convecino?
Estoy enfermo, Marmotilla mía, muy enfermo
¡y enfermo con una
enfermedad que me da miedo! ¿Entiendes algo de pulsos?
Un poquito.
Mira a ver si por causalidad tuviera fiebre.
La Marmotilla alzó la pata derecha y tras haber tomado el pulso a Pinocho,
le dijo suspirando:
Amigo mío, lamento tener que darte una mala noticia
¿Qué es?
Tienes una mala fiebre
¿Qué fiebre es ésa?
Es la fiebre del asno.
¡No entiendo de esas fiebres! respondió el muñeco, que
desgraciadamente había comprendido.
Entonces te la explicaré yo agregó la Marmotilla. Has de saber que
dentro de dos o tres horas ya no serás un muñeco, ni un niño
¿Y qué seré?
Dentro de dos o tres horas te convertirás en un verdadero borriquillo,
como ésos que tiran del carrito y llevan las coles y las lechugas al mercado.
¡Oh! ¡Pobre de mí! ¡Pobre de mí! gritó Pinocho, agarrándose con las
manos ambas orejas y tirando y estirándolas rabiosamente, como si fueran las
orejas de otro.
Querido mío replicó la Marmotilla, para consolarlo, ¿qué le vas a
hacer? Es tu destino. Está escrito en los decretos de la sabiduría que todos los
niños haraganes que, aburridos de los libros, las escuelas y los maestros, pasan
sus días entre juegos y diversiones, tarde o temprano acaban transfomándose
en pequeños asnos.
Pero, ¿de verdad ocurre eso? preguntó sollozando el muñeco.
¡Por desgracia es así! Y hora es inútil llorar. ¡Tenías que pensarlo antes!
Pero la culpa no es mía; la culpa, créeme, Marmotilla, es de Mecha
¿Y quién es ese Mecha?
Un compañero de la escuela. Yo quería volver a casa, yo quería ser
obediente, yo quería continuar estudiando y sacando buenas notas
pero
Mecha me dijo: «¿Por qué quieres aburrirte estudiando? ¿Por qué quieres ir a
la escuela? Vente conmigo al País de los Juguetes; allí no estudiaremos más,
allí nos divertiremos de la mañana a la noche y estaremos siempre alegres».
¿Y por qué seguiste el consejo de ese falso amigo, de ese mal
compañero?
Porque
Porque, Marmotilla mía, soy un muñeco sin juicio
y sin
corazón. ¡Oh!, si hubiese tenido una pizca de corazón no habría abandonado a
la buena Hada, que me quería como una madre y había hecho tanto por mí
Y a estas horas ya no sería un muñeco
sino un chico cuerdo, como hay
tantos
¡Oh!
. pero si encuentro a ese Mecha, ¡ay de él! Se las voy a decir
de todos los colores
E hizo ademán de salir. Pero cuando estuvo en la puerta se acordó de que
tenía orejas de burro y, avergonzado de enseñarlas en público, ¿qué es lo que
inventó? Cogió un gran gorro de algodón y, metiéndoselo en la cabeza, se lo
encasquetó hasta la punta de la nariz.
Después salió y se dedicó a buscar a Mecha por todas partes.
Lo buscó en las calles, en las plazas, en los teatrillos, en todos los lugares;
pero no lo encontró. Preguntó por él a todos quienes se encontró en la calle,
pero nadie lo había visto.
Entonces, fue a buscarlo a su casa; llegado ante la puerta, llamó.
¿Quién es? preguntó Mecha desde dentro.
¡Soy yo! contestó el muñeco.
Espera un poco y te abriré.
Media hora después se abrió la puerta; imagínense cómo se quedó Pinocho
cuando, al entrar en el cuarto, vio a su amigo Mecha con un gran gorro de
algodón en la cabeza que le llegaba hasta la nariz.
A la vista de aquel gorro Pinocho casi se sintió consolado y pensó para sí:
«¿Estará mi amigo enfermo con mi misma enfermedad? ¿Habrá cogido
también él la fiebre del asno?»
Fingiendo no haber advertido nada, le preguntó sonriendo:
¿Cómo estás, querido Mecha?
Perfectamente; como un ratón en un queso parmesano.
¿Lo dices en serio?
¿Por qué iba a decirte una mentira?
Perdóname, amigo; entonces, ¿por qué llevas en la cabeza ese gorro de
algodón que te tapa las orejas?
Me lo ha recomendado el médico, porque me hice daño en esta rodilla.
Y tú, querido muñeco, ¿por qué llevas ese gorro de algodón encasquetado
hasta la nariz?
Me lo ha recomendado el médico, porque me he despellejado un pie.
¡Oh! ¡Pobre Pinocho!
¡Oh! ¡Pobre Mecha!
Tras estas palabras se produjo un larguísimo silencio, durante el cual los
dos amigos no hicieron otra cosa que mirarse uno al otro en son de chunga.
Por último el muñeco, con una voz meliflua y aflautada, le dijo a su
camarada:
Sácame de una duda, mi querido Mecha: ¿has tenido alguna enfermedad
en las orejas?
¡Nunca!
¿Y tú?
¡Nunca! Pero desde esta mañana tengo una oreja que me hace sufrir
mucho.
Lo mismo me pasa a mí.
¿A ti también?
¿Y qué oreja te duele?
Las dos. ¿Y a ti?
Las dos. ¿Será la misma enfermedad?
Me temo que sí.
¿Quieres hacerme un favor, Mecha?
¡Encantado! De todo corazón.
¿Me dejas ver tus orejas?
¿Por qué no? Pero antes quiero ver las tuyas, querido Pinocho.
No; tú debes ser el primero.
¡Qué listo! Primero tú y después yo.
Bueno dijo entonces el muñeco, hagamos un pacto de buena
amistad.
Oigamos el pacto.
Quitémonos los dos el gorro al mismo tiempo. ¿Aceptas?
Acepto.
¡Preparados, pues!
Y Pinocho empezó a contar en voz alta:
¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!
Al oír la palabra «tres», los dos niños cogieron los gorros y los tiraron al
aire.
Y entonces aconteció una escena que parecería increíble, de no haber sido
cierta. Aconteció que Pinocho y Mecha, cuando se vieron aquejados ambos
por la misma desgracia, en lugar de sentirse mortificados y doloridos,
empezaron a agitar sus orejas desmesuradamente grandes y, tras hacer mil
muecas, acabaron con una sonora risotada.
Y rieron, rieron, rieron hasta más no poder, pero, en lo mejor de las risas,
Mecha se detuvo de pronto y, tambaleándose y mudando de color, le dijo a su
amigo:
¡Socorro, Pinocho, socorro!
¿Qué te pasa?
¡Ay de mí! No consigo mantenerme derecho sobre las piernas.
Ni tampoco yo lo consigo gritó Pinocho, llorando y tambaleándose.
Y mientras decían así se doblaron a cuatro patas y, caminando con las
manos y los pies, empezaron a girar y a correr por la habitación. Y mientras
corrían, sus brazos, se convirtieron en patas, sus caras se alargaron y se
convirtieron en hocicos y sus espaldas se cubrieron con un pelaje gris claro,
salpicado de negro.
Pero, ¿saben cuál fue el peor momento para aquellos dos desventurados?
El peor momento, y el más humillante, fue cuando sintieron que detrás
empezaba a brotarles la cola.
Abrumados entonces por la vergüenza y el dolor, trataron de llorar y
lamentarse de su destino. ¡Nunca lo hubieran hecho! En vez de gemidos y
lamentos, salieron rebuznos de asno; y, rebuznando sonoramente, hacían los
dos a coro:
¡Ia, ia, ia!
Entonces llamaron a la puerta y una voz dijo, desde fuera:
¡Abran! Soy el hombrecillo, soy el conductor del carro que los trajo a
este país. Abran inmediatamente, o ¡ay de ustedes!
XXXIII
Convertido en un burro de verdad y puesto a la venta, lo compra el
director de una compañía de payasos, para enseñarles a bailar y a saltar
los aros; pero una noche se queda cojo y entonces lo compra otro, para
hacer un tambor con su piel.
Viendo que la puerta no se abría, el hombrecillo le dio una violentísima
patada; tan pronto como entró en la habitación, dijo a Pinocho y a Mecha, con
su risita de siempre:
¡Buenos chicos! Han rebuznado tan bien que los he reconocido en
seguida por la voz. Y aquí estoy.
Ante tales palabras, los dos borriquillos se quedaron muy mohínos, con la
cabeza gacha, las orejas bajas y el rabo entre las patas.
Antes de todo, el hombrecillo los alisó, los acarició, los palpó; después,
sacando un peine, empezó a peinarlos muy bien.
Cuando, a fuerza de peinarlos, los dejó brillantes como espejos, les puso el
cabezal y los llevó a la plaza del mercado, con la esperanza de venderlos y de
embolsarse una buena ganancia.
En efecto, los compradores no se hicieron esperar.
A Mecha lo compró un campesino a quien se le había muerto el asno el día
anterior, y Pinocho fue vendido al director de una compañía de payasos y
saltimbanquis, el cual lo compró para amaestrarlo y hacerlo luego saltar y
bailar con los demás animales de la compañía.
¿Han comprendido ya, mis pequeños lectores, cuál es el oficio de aquel
hombrecillo? Ese horrible monstruo, cuyo aspecto era todo mieles, iba de vez
en cuando con un carro a correr mundo; por el camino recogía con promesas y
zalamerías a todos los niños perezosos que se aburrían con los libros y la
escuela; y tras haberlos cargado en su carro, los llevaba al País de los Juguetes
para que pasaran todo el tiempo entre juegos, algazara y diversiones. Después,
cuando aquellos pobres ilusos, a fuerza de jugar siempre y de no estudiar
nunca, se convertían en burros, entonces, muy alegre y contento, se apoderaba
de ellos y los llevaba a vender en ferias y mercados. Y, así, en pocos años
había hecho mucho dinero y se había convertido en millonario. Lo que ocurrió
con Mecha no lo sé; lo que sí sé es que Pinocho llevó, desde los primeros días,
una vida durísima y lamentable.
Cuando lo condujeron al establo, el nuevo amo le llenó el pesebre de paja;
pero Pinocho, tras haber probado un bocado, la escupió.
Entonces el amo, gruñendo, le llenó el pesebre de heno; pero tampoco le
gustó el heno.
¡Ah! ¿No te gusta tampoco el heno? gritó el amo, enfadado.
¡Espera un poco, borriquillo, que si tienes caprichos ya me ocuparé de
quitártelos!
Y, a título de corrección, le propinó un latigazo en las patas.
Pinocho empezó a llorar y a rebuznar de dolor y, rebuznando, dijo:
¡Ia, ia, no puedo digerir la paja!
¡Pues cómete el heno! replicó el amo, que entendía perfectamente el
dialecto asnal.
¡Ia, ia, el heno me da dolor de tripas!
¿Es que pretendes que a un asno como tú lo mantenga a base de
pechugas de pollo y gelatina de capón? añadió el amo, enfadándose cada
vez más y propinándole un segundo latigazo.
Ante este segundo latigazo, Pinocho, por prudencia, se calló de inmediato
y no dijo nada más.
Después cerraron el establo y Pinocho se quedó solo; y como hacía muchas
horas que no había comido, empezó a bostezar de apetito. Y, al bostezar, abría
una boca que parecía un horno.
Por último, al no encontrar nada más en el pesebre, se resignó a masticar
un poco de heno; y tras haberlo masticado bien, cerró los ojos y se lo tragó.
Este heno no es tan malo se dijo para sí, ¡pero hubiera sido mejor
continuar estudiando!
A estas horas, en vez de heno podría comer un pedazo
de pan tierno y una buena ración de salchichón
¡Paciencia!
A la mañana siguiente, al despertarse, buscó enseguida en el pesebre otro
poco de heno; pero no lo encontró, pues se lo había comido todo por la noche.
Entonces cogió un bocado de paja triturada; pero mientras la masticaba
advirtió que el sabor de la paja triturada no se parecía nada al arroz a la
milanesa ni a los macarrones a la napolitana
¡Paciencia! repitió, mientras seguía masticando. ¡Al menos, que mi
desgracia pueda servir de lección a todos los niños desobedientes que no
tienen ganas de estudiar!
¡Paciencia!
¡Paciencia!
¡Paciencia, un cuerno! chilló el amo, entrando en ese momento en el
establo. ¿Acaso, crees, borriquillo, que te he comprado únicamente para
darte de beber y comer? Te he comprado para que trabajes y me des a ganar
muchos centavos.
¡De modo que arriba, vamos! Ven conmigo al circo y allí te enseñaré a
saltar los aros, a romper con la cabeza los toneles de papel y a bailar el vals y
la polca sobre las patas de atrás.
El pobre Pinocho, de grado o por fuerza, tuvo que aprender todas esas
cosas; pero, para aprenderlas, necesitó tres meses de lecciones y muchos
latigazos.
Por fin llegó el día en que su amo pudo anunciar un espectáculo realmente
extraordinario. Los cartelones de diversos colores, pegados en las esquinas de
las calles, decían así:
GRAN ESPECTÁCULO DE GALA
ESTA NOCHE
TENDRÁN LUGAR LOS HABITUALES SALTOS
Y EJERCICIOS SORPRENDENTES
Realizados por los artistas y todos los caballos
de ambos sexos de la Compañía, y además
Será presentado por primera vez
el famoso
Burro PINOCHO
LLAMADO
«LA ESTRELLA DE LA DANZA»
El teatro estará espléndidamente iluminado
Aquella noche, como pueden figurarse, el teatro estaba lleno hasta los
topes antes de que comenzase el espectáculo.
No se encontraba ni una butaca, ni un asiento preferente, ni un palco,
aunque se pagase a peso de oro.
Las gradas del circo hormigueaban de niños, de niñas y de muchachos de
todas las edades, enfebrecidos por el deseo de ver bailar al famoso burro
Pinocho.
Acabada la primera parte del espectáculo, el director de la Compañía, de
levita negra, calzones blancos y botas de piel hasta las rodillas, se presentó al
numerosísimo público y, haciendo una gran reverencia, recitó con gran
solemnidad el siguiente disparatado discurso:
«¡Respetable público, caballeros y damas!
»Estando de paso el humilde que esto suscribe por esta ilustre
metropolitana, he querido procrearme el honor además del placer de presentar
a este inteligente y conspicuo auditorio un célebre borriquillo, que ya tuvo el
honor de bailar en presencia de Su Majestad el Emperador de todas las Cortes
principales de Europa.
»Y dándoos las gracias, ayudadnos con vuestra animadora presencia y
excusadnos».
Este discurso fue acogido con muchas carcajadas y muchos aplausos; pero
los aplausos se redoblaron y se convirtieron en una especie de huracán al
aparecer el burro Pinocho en el centro del circo. Estaba engalanado de fiesta.
Tenía una brida nueva de piel brillante, con hebillas y tachuelas de latón, dos
camelias blancas en las orejas, las crines divididas en muchos rizos atados con
lazos de seda roja, una gran faja de oro y plata le atravesaba el pecho, y su
cola estaba trenzada con galones de terciopelo amaranto y celeste. ¡En suma,
era un borriquillo adorable!
El director, al presentarlo al público, agregó estas palabras:
«¡Mis respetables auditores! No les voy a contar mentiras sobre las grandes
dificultades superadas por mí para comprender y subyugar a este mamífero,
mientras pacía libremente de montaña en montaña en las llanuras de la zona
tórrida.
»Observen cuánto salvajismo exuda de sus ojos, o sea es decir, que
habiéndose revelado vanidosos todos los medios para domesticarlo a la vida
de los cuadrúpedos civiles, he debido recurrir más de una vez al afable
dialecto del látigo. Pero cada amabilidad mía, en vez de hacerme querer por él,
le ha maleado más el alma. Pero yo, siguiendo el sistema de Gales, encontré
en su cráneo un pequeño cartago óseo que la propia Facultad Médica de París
reconoce que es el bulbo regenerador de los cabellos y de la danza pírrica. Y
por eso lo quise amaestrar en el baile, además de en los relativos saltos de aro
y de los toneles forrados de papel. ¡Admírenlo y después júzguenlo! Pero
antes de despedirme de ustedes, permitan, señores, que los invite al diurno
espectáculo de mañana por la noche; y en la apoteosis de que el tiempo
lluvioso amenazase lluvia, entonces el espectáculo, en vez de mañana por la
noche, será anticipado a mañana por la mañana, a las once horas
antemeridianas del mediodía».
Y aquí el director hizo otra profundísima reverencia, y después,
volviéndose a Pinocho, le dijo:
¡Ánimo, Pinocho! ¡Antes de dar principio a tus ejercicios, saluda al
respetable público, caballeros, damas y niños!
Pinocho, obediente, dobló las rodillas delanteras hasta el suelo y
permaneció arrodillado hasta que el director, restallando el látigo, le gritó:
¡Al paso!
Entonces el burro se alzó sobre las cuatro patas y empezó a dar vueltas al
circo, caminando siempre al paso.
Poco después, el director gritó:
¡Al trote!
Y Pinocho, obediente a la orden, cambió su paso por un trote.
¡Al galope!
Y Pinocho empezó a galopar.
¡A la carrera!
Y Pinocho empezó una veloz carrera. Mientras corría como un loco, el
director, alzando el brazo, descargó un disparo al aire.
Al oír el disparo, el burro, fingiéndose herido, cayó tendido en el circo,
como si de verdad estuviera moribundo.
Cuando se levantó del suelo, en medio de una salva de aplausos y de
chillidos que llegaban al cielo, se le ocurrió alzar la cabeza y mirar hacia
arriba
y, al mirar, vio en un palco a una hermosa dama que llevaba en el
cuello un gran collar de oro, del que pendía un medallón. En el medallón
estaba pintado el retrato de un muñeco. «¡Ese es mi retrato!
¡Esa dama es el
Hada!», pensó Pinocho, reconociéndola en seguida; y, dejándose llevar por su
alegría, trató de gritar:
¡Oh, Hadita mía! ¡Oh, Hadita mía! Pero, en vez de estas palabras, le
salió de la garganta un rebuzno tan sonoro y prolongado que hizo reír a todos
los espectadores, y en especial a todos los niños que estaban en el teatro.
Entonces el director, para enseñarle y darle a entender que no es de buena
crianza ponerse a rebuznar ante el público, le dio, con el mango del látigo, un
golpetazo en la nariz. El pobre burro, sacando un palmo de lengua, se
entretuvo lamiéndose la nariz sus buenos cinco minutos, creyendo quizá alivio
así el dolor que sentía. ¡Pero cuál fue su desesperación cuando, al volverse por
segunda vez hacia arriba, vio que el palco estaba vacío y que el Hada había
desaparecido!
Se sintió morir; los ojos se le llenaron de lágrimas y empezó a llorar
desesperadamente. Pero nadie lo advirtió y mucho menos el director, que,
restallando el látigo, gritó:
¡Adelante, Pinocho! Haz ver ahora a estos señores con qué gracia sabes
saltar los aros.
Pinocho lo intentó dos o tres veces; pero siempre que llegaba delante del
aro, en vez de atravesarlo, pasaba cómodamente por debajo. Por último dio un
salto y lo atravesó; pero las patas traseras se le quedaron malamente retenidas
en el aire y cayó al suelo por el otro lado, como un fardo.
Cuando se levantó, estaba cojo, y a duras penas pudo regresar a la cuadra.
¡Que salga Pinocho! ¡Queremos el burrito! ¡Que salga el burrito!
gritaban los niños del patio de butacas, apiadados y conmovidos por el
tristísimo suceso.
Pero el burrito no se dejó ver más aquella noche.
A la mañana siguiente, el veterinario, o sea el médico de los animales, lo
visitó y declaró que se quedaría rengo para toda su vida.
Entonces el director le dijo a su mozo de cuadra:
¿Qué quieres que haga con un burro cojo? Se comería gratis mi pan.
Llévatelo a la plaza y revéndelo.
Llegados a la plaza, encontraron en seguida un comprador, que preguntó al
mozo de cuadra:
¿Cuánto quieres por este burro cojo?
Veinte liras.
Te doy veinte centavos. No creas que lo compro para utilizarlo; lo
compro únicamente por su piel. Veo que tiene la piel muy dura y pienso hacer
con su piel un tambor para la banda de música de mi pueblo.
¡Los dejo imaginar, muchachos, el «placer» del pobre Pinocho cuando oyó
que estaba destinado a convertirse en tambor!
El caso es que el comprador, en cuanto pagó los veinte centavos, llevó al
burro a una roca que estaba a orillas del mar; le puso una piedra al cuello, lo
ató por una pierna a una cuerda que sujetaba en la mano, le dio repentinamente
un empujón y lo arrojó al agua.
Pinocho, con aquel peso en el cuello, se fue muy pronto al fondo; y el
comprador, con su cuerda bien agarrada en la mano, se sentó en la roca,
esperando que el burro muriese ahogado para después quitarle la piel.
XXXIV
Pinocho, arrojado al mar, es comido por los peces y vuelve a ser muñeco,
como antes; pero mientras nada para salvarse es engullido por el terrible
Tiburón.
Pasados cincuenta minutos desde que el burro estaba bajo el agua, el
comprador se dijo, hablando consigo mismo:
A estas horas mi pobre burro cojo estará completamente ahogado.
Retirémoslo, pues, y hagamos con su piel ese tambor.
Y empezó a tirar de la cuerda con la que le había atado una pata; tira que te
tirarás, por fin vio aparecer a flor de agua
¿adivinan? En vez de un burro
muerto, vio aparecer a flor de agua a un muñeco vivo que se retorcía como una
anguila.
Viendo aquel muñeco de madera, el pobre hombre creyó soñar y se quedó
atontado, con la boca abierta y los ojos fuera de las órbitas.
Cuando se recuperó un poco del primer asombro, dijo, llorando y
balbuceando:
¿Y dónde está el burro que tiré al mar?
¡Aquel burro soy yo! contestó el muñeco, riendo.
¿Tú?
Yo.
¡Ah! ¡Tunante! ¿Es que pretendes burlarte de mí?
¿Burlarme de usted? Nada de eso, querido amo; le hablo en serio.
¿Cómo es posible que tú, que hace poco eras un burro, ahora, estando en
el agua, te hayas convertido en un muñeco de madera?
Será efecto del agua de mar. El mar gasta esas bromas.
¡Cuidado, muñeco, cuidado!
No creas que te vas a divertir a mi costa.
¡Ay de ti, como pierda la paciencia!
Bueno, amo, ¿quiere saber toda la verdad de la historia?
Suélteme esa pierna y se la contaré.
Aquel chapucero del comprador, intrigado por conocer la verdadera
historia, soltó en seguida el nudo de la cuerda que lo ataba; y entonces
Pinocho, encontrándose libre como un pájaro en el aire, empezó a hablar así:
Ha de saber que yo era un muñeco de madera como ahora soy, aunque
me encontraba en un tris de convertirme en un niño como uno de tantos que
hay en este mundo; pero por mis pocas ganas de estudiar y por hacer caso a las
malas compañías, me escapé de casa
y un buen día, al despertar, me
encontré convertido en un asno con mis buenas orejas
¡y mi buena cola!
¡Qué vergüenza para mí!
Una vergüenza, querido amo, que ruego a San
Antonio bendito que no se la haga experimentar a usted
Puesto a la venta en
el mercado de los burros, me compró el director de una compañía circense, a
quien se le metió en la cabeza hacer de mí un gran bailarín y un gran saltador
de aros; pero una noche, durante el espectáculo, tuve una mala caída en el
teatro y me quedé cojo de las dos patas. Entonces el director, que no sabía qué
hacer con un asno cojo, me mandó revender
¡y usted me ha comprado!
¡Claro! Y he pagado por ti veinte centavos. ¿Quién me devuelve ahora
mis pobres veinte centavos?
¿Y para qué me ha comprado? Me compró para hacer con mí piel un
tambor
¡un tambor!
¡Claro! ¿Y dónde encuentro ahora otra piel?
No se desespere, amo. ¿Hay tantos burros en este mundo!
Dime, pilluelo impertinente, ¿tu historia acaba ahí?
No contestó el muñeco, dos palabras más, y ya termino. Tras
haberme comprado, me trajo usted a este sitio para matarme; pero después,
cediendo a un compasivo sentimiento humanitario, prefirió atarme una piedra
al cuello y arrojarme al fondo del mar. Este sentimiento de delicadeza le honra
muchísimo, y se lo agradeceré siempre. Pero, querido amo, usted hizo sus
cálculos sin contar con el Hada
¿Quién es esa Hada?
Es mi mamá, que se parece a todas las buenas mamás, que quieren
mucho a sus hijos y nunca los pierden de vista, y los ayudan amorosamente en
todas sus desgracias, incluso aunque los niños, por sus barrabasadas y su mal
comportamiento, merecieran que los abandonasen y los dejaran valerse por sí
mismos. Decía, pues, que la buena Hada, en cuanto me vio en peligro de
ahogarme, envió a mi lado un enorme banco de peces, los cuales, creyendo
que era un verdadero burro muerto, empezaron a comerme. ¡Y qué bocados
daban! ¡Nunca hubiera creído que los peces fueran más glotones que los
niños! Uno me comió las orejas, otro el hocico, otros el cuello y las crines, uno
la piel de las patas, otro la del lomo
y entre ellos hubo un pececito tan
amable que se dignó incluso comerme la cola.
De hoy en adelante aseguró el comprador, horrorizado ¡juro no
volver a probar la carne de pez! No me gustaría nada abrir un salmonete o una
merluza frita y encontrarle en el cuerpo un rabo de burro.
Lo mismo opino replicó el muñeco, riendo. Por lo demás, ha de
saber que cuando los peces acabaron de comerme toda aquella corteza asnal
que me cubría de pies a cabeza, llegaron, como es natural, al hueso
o, mejor
dicho, llegaron a la madera, pues, como ve, estoy hecho de una madera
durísima. Y tras dar los primeros mordiscos, aquellos peces glotones
advirtieron de inmediato que la madera no era bocado para sus dientes y,
asqueados por aquel alimento indigesto, se fueron cada uno por su lado, sin
volverse siquiera a darme las gracias
Y ya está contado cómo usted, al tirar
de la cuerda, encontró un muñeco vivo en lugar de un borrico muerto.
¡Me río yo de tu historia! gritó el comprador, enfurecido. Sólo sé
que gasté veinte centavos para comprarte y quiero que me devuelvan mi
dinero. ¿Sabes lo que haré? Te llevaré otra vez al mercado y te revenderé al
peso, como madera seca para encender el fuego de la chimenea.
Revéndame, pues; por mí, encantado dijo Pinocho. Pero mientras
decía esto dio un buen salto y cayó en medio del agua. Nadando alegremente y
alejándose de la playa, le gritaba al pobre comprador:
Adiós, amo; si necesita una piel para hacer un tambor, acuérdese de mí.
Y después se reía y seguía nadando; y al poco rato, volviéndose hacia
atrás, chillaba más fuerte:
Adiós, amo; si necesita un poco de madera seca para encender la
chimenea, acuérdese de mí.
El caso es que en un abrir y cerrar de ojos se alejó tanto que casi no se le
veía; es decir, se veía solamente un puntito negro en la superficie del mar, que
de vez en cuando alzaba las piernas y hacía cabriolas y saltos fuera del agua,
como un delfín juguetón.
Mientras Pinocho nadaba a la ventura, vio en medio del mar una roca que
parecía de mármol blanco; en la cima de la roca, una bonita cabra balaba
cariñosamente y le hacía señas de que se acercase.
Lo más singular era esto: el pelo de la cabrita, en vez de ser blanco, o
negro, o moteado de dos colores, era azul, pero de un color azul fulgurante que
recordaba muchísimo al de los cabellos de la hermosa niña.
¡Los dejo imaginar cómo se puso a latir el corazón del pobre Pinocho!
Redoblando sus fuerzas y energías, empezó a nadar hacia la roca blanca; y ya
estaba a medio camino cuando salió del agua y fue a su encuentro una horrible
cabeza de monstruo marino, con la boca muy abierta, como un abismo, y tres
hileras de colmillos que hubieran dado miedo sólo con verlos pintados.
¿Saben quién era aquel monstruo marino?
Aquel monstruo marino era ni más ni menos que el gigantesco Tiburón, del
que ya se ha hablado varias veces en esta historia, y que por sus estragos y su
insaciable voracidad recibía el sobrenombre de «El Atila de Peces y
Pescadores».
Imagínense el espanto del pobre Pinocho a la vista del monstruo. Intentó
esquivarlo, cambiar de camino; trató de huir; pero aquella inmensa boca
abierta seguía yendo a su encuentro con la velocidad de una flecha.
¡Date prisa, Pinocho, por caridad! gritaba, balando, la hermosa
cabrita.
Y Pinocho nadaba desesperadamente, con los brazos, con el pecho, con las
piernas y con los pies.
¡Corre, Pinocho, que el monstruo se acerca!
Y Pinocho, haciendo acopio de fuerzas, redoblaba su carrera.
¡Cuidado, Pinocho!
¡El monstruo te alcanza!
¡Ahí está!
¡Ahí
está!
¡Por favor, date prisa o estás perdido!
Y Pinocho nadaba más aprisa que nunca, adelante, adelante, adelante,
como si fuera una bala de fusil. ¡Y ya estaba cerca de la roca, y ya la cabrita,
inclinándose sobre el mar, le tendía su patita delantera para ayudarlo a salir del
agua!
¡Pero era tarde! El monstruo lo había alcanzado; el monstruo, absorbiendo
el agua, se bebió al pobre muñeco como si bebiera un huevo de gallina; y lo
tragó con tanta violencia y avidez que Pinocho, al caer en el cuerpo del
Tiburón, se dio un golpe tan descomunal que se quedó aturdido un cuarto de
hora.
Cuando volvió en sí de su aturdimiento, ni siquiera podía acordarse de en
qué mundo estaba. A su alrededor había, por todas partes, una gran oscuridad;
una oscuridad tan negra y pro funda que le parecía como si hubiese entrado
de, cabeza en un calamar lleno de tinta. Estuvo a la escucha y no oyó ningún
ruido; sólo de vez en cuando, sentía que una bocanada de viento le golpeaba
en la cara.
Al Principio no sabía de dónde salía ese viento, pero después comprendió
que salía de los pulmones del monstruo. Porque hay que saber que el Tiburón
padecía muchísimo de asma, y cuando respiraba parecía como si soplara la
tramontana.
Pinocho, de momento, se las ingenió para darse un poco de valor; pero
cuando hubo probado y comprobado que se encontraba encerrado en el cuerpo
del monstruo, empezó a llorar y a chillar, y decía, llorando:
¡Socorro! ¡Socorro! ¡Oh, pobre de mí! ¿No hay nadie que venga a
salvarme?
¿Quién quieres que te salve, infeliz? dijo en la oscuridad una vocecita
cascada, como de guitarra desafinada.
¿Quién habla así? preguntó Pinocho, sintiéndose helado de espanto.
¡Soy yo! Soy un pobre Atún, engullido por el Tiburón al mismo tiempo
que tú. Y tú, ¿qué pez eres?
No tengo nada que ver con los peces. Soy un muñeco.
Entonces, si no eres un pez, ¿Por qué te has dejado engullir por el
monstruo?
¡No soy yo quien se dejó engullir; él fue quien me engulló!
Y, ahora, ¿qué podemos hacer aquí, en esta oscuridad?
Resignarnos y esperar a que el Tiburón nos haya digerido a ambos
¡Pero yo no quiero ser digerido! gritó Pinocho, volviendo a llorar.
Tampoco yo quisiera ser digerido agregó el Atún, pero soy un poco
filósofo y me consuelo pensando que, cuando uno nace Atún, es más digno
morir en el agua que en el aceite
¡Tonterías! gritó Pinocho.
Es sólo una opinión dijo el Atún, ¡y tus opiniones, como dicen los
atunes políticos, han de ser respetadas!
En resumidas cuentas
, yo quiero irme de aquí
quiero huir
¡Huye, si puedes!
¿Es muy grande este Tiburón que nos ha tragado? preguntó el
muñeco.
Figúrate que su cuerpo tiene más de un kilómetro de largo, sin contar la
cola.
Mientras tenían esta conversación a oscuras, Pinocho creyó ver muy a lo
lejos una especie de claridad.
¿Qué será esa lucecita allá, a lo lejos? dijo Pinocho.
¡Será algún compañero de fatigas, que espera, como nosotros, el
momento de ser digerido!
Voy a su encuentro. ¿No podía ser un viejo Pez, capaz de enseñarme el
modo de huir?
Te lo deseo de todo corazón, querido muñeco.
Adiós, Atún,
Adiós, muñeco. Y buena suerte.
¿Dónde nos volveremos a ver?
Quién sabe
¡Mejor no pensarlo!
XXXV
Pinocho encuentra dentro del Tiburón
¿a quién encuentra? Lean este
capítulo y lo sabrán.
Pinocho en cuanto hubo dicho adiós a su buen amigo el Atún, se movió
tambaleándose en la oscuridad y empezó a caminar a tientas por el cuerpo del
Tiburón, dirigiéndose pasito a pasito hacia aquella pequeña claridad que
barruntaba allá a lo lejos.
Mientras andaba sintió que sus pies chapoteaban en un charco de agua
grasienta y resbaladiza, y aquella agua tenía un olor tan intenso a pescado frito
que le pareció estar en plena cuaresma.
Cuanto más avanzaba, más reluciente y perceptible se hacía la claridad;
hasta que, anda que te andarás, por fin llegó; y cuando llegó
¿qué encontró?
No lo adivinarían ni intentándolo mil veces: encontró una mesita aparejada,
con una vela encendida, metida en una botella de cristal verde, y, sentado a la
mesa, un viejecito muy blanco, como si fuera de nieve o de crema batida, el
cual estaba allí masticado unos pececitos vivos, pero tan vi vos que a veces
mientras se los comía se le escapaban de la boca.
A su vista, el pobre Pinocho tuvo una alegría tan grande y tan inesperada
que poco le faltó para delirar. Quería reír quería llorar, quería decir un montón
de cosas; y, en cambio, mascullaba confusamente y balbuceaba palabras y
frases sin sentido. Por último consiguió lanzar un grito de gozo y abriendo
mucho los brazos y arrojándose al cuello del viejecito, empezó a gritar:
¡Oh! ¡papaíto! ¡Por fin lo encuentro! ¡No lo dejaré nunca más, nunca,
nunca más!
¿Mis ojos no me engañan? replicó el viejecito, restregándose los ojos
. ¿De verdad eres mi querido Pinocho?
¡Sí, sí, soy yo, el mismo! Y usted me ha perdonado ya, ¿no es cierto?
¡Oh, papaíto, qué bueno es!
Y pensar que yo, en cambio
¡Oh, si supiera
cuántas desgracias han llovido sobre mi cabeza y cuántas cosas me han salido
mal! Figúrese que el día que usted, pobre papaíto, vendiendo la casaca me
compró el silabario para ir a la escuela, me escapé a ver los títeres, y el
titiritero me quería echar al fuego para que le cociera el cordero asado, y fue
luego él quien me dio cinco monedas de oro para que se las llevaran usted,
pero yo encontré a la Zorra y al Gato, que me condujeron a la Posada del
Camarón Rojo donde comieron como lobos, y al marcharme solo de noche
encontré a los asesinos que empezaron a correr tras de mí, y yo delante, y ellos
siempre detrás, y yo delante, y ellos siempre detrás, y yo delante, hasta que me
ahorcaron de una rama de la Gran Encina, de donde la hermosa niña de los
cabellos azules me mandó recoger con una carroza, y los médicos, cuando me
visitaron, dijeron en seguida: «Si no está muerto, es señal de que está vivo», y
entonces se me escapó una mentira y la nariz empezó a crecerme y no pasaba
por la puerta del cuarto, motivo por el cual fui con la Zorra y el Gato a enterrar
las cuatro monedas de oro, pues una la había gastado en la posada, y el
Papagayo se echó a reír, y viceversa, de dos mil monedas no encontré nada, la
cual el juez, cuando supo que me habían robado, me hizo meter en seguida en
la cárcel, para dar una satisfacción a los ladrones, de donde, al salir, vi un
hermoso racimo de uvas en un campo, que me quedé preso en el cepo y el
campesino por las buenas o por las malas me puso el collar de perro para que
guardase el gallinero, que reconoció mi inocencia y me dejó ir, y la serpiente,
con la cola que humeaba, empezó a reír y se le reventó una vena del pecho, y
así volví a casa de la hermosa niña, que había muerto, y el Palomo, viendo que
lloraba, me dijo: «He visto a tu padre que se fabricaba un barquichuelo para ir
a buscarte», y yo le dije: «¡Oh, si tuviera alas yo también!», y él me dijo:
«¿Quieres ir con tu padre?», y yo le dije: «¡Ojalá! Pero ¿quién me lleva?», y él
me dijo: «Te llevo yo», y yo le dije: «¿Cómo?», y él me dijo: «Móntate en mi
grupa», y así volamos toda la noche, y después, por la mañana, todos los
pescadores que miraban hacia el mar me dijeron: «Hay un pobre hombre en un
barquichuelo a punto de ahogarse», y yo de lejos lo reconocí en seguida,
porque me lo decía el corazón, y le hice señas de que volviera a la playa
También te reconocí yo dijo Geppetto, y habría vuelto a la playa de
buena gana; pero ¿cómo? El mar estaba picado y una ola embravecida volcó el
barquichuelo. Entonces un horrible Tiburón que estaba por allí cerca, en
cuanto me vio en el agua, corrió hacia mí y, sacando la lengua, me atrapó sin
más y me tragó como si fuera un fideo.
¿Cuánto tiempo hace que está encerrado aquí dentro? preguntó
Pinocho.
Desde ese día, hará dos años; ¡dos años, Pinocho mío, que me han
parecido dos siglos!
¿Y cómo se las ha arreglado para vivir? ¿Y dónde ha encontrado la vela?
¿Y quién le ha dado las cerillas para encenderla?
Ahora te lo contaré todo. Has de saber que la misma borrasca que volcó
mi barquichuelo hizo zozobrar también a un barco mercante. Los marineros se
salvaron todos, pero el barco se fue a pique y el Tiburón, que ese día tenía un
magnífico apetito, se tragó también el barco después de tragarme a mí
¿Cómo? ¿Se lo tragó de un bocado? preguntó Pinocho, asombrado.
Todo de un bocado; y sólo escupió el palo mayor, porque se le había
quedado entre los dientes, como una espina. Afortunadamente el barco estaba
cargado de carne conservada en cajas de estaño, de bizcocho, o sea de pan
seco, de botellas de vino, de uvas pasas, de queso, de café, de azúcar, de velas
de estearina y de cajas de cerillas de cera. Con toda esta abundancia pude vivir
durante dos años; pero hoy estamos en las últimas; ya no queda nada en la
despensa y esta vela, que ves encendida, es la última vela que me queda
¿Y después?
Después, querido, mío, nos quedamos los dos a oscuras.
Entonces, papaíto dijo Pinocho, no hay tiempo que perder. Hay que
pensar en huir en seguida
¿En huir?
¿Y cómo?
Escapando por la boca del Tiburón y tirándonos a nado al mar.
No está mal, pero yo, querido Pinocho, no sé nadar.
¿Qué importa? Usted se montará a horcajadas en mis hombros y yo, que
soy buen nadador, lo llevaré sano y salvo a la playa.
¡Ilusiones, muchacho! replicó Geppetto, sacudiendo la cabeza y
sonriendo melancólicamente. ¿Crees posible que un muñeco que apenas
mide un metro, como tú, pueda tener tanta fuerza como para llevarme a nado a
hombros?
¡Pruebe y lo verá! De todos modos, si está escrito en el cielo que
debemos morir, por lo menos tendremos el consuelo de morir abrazados.
Y, sin decir más, Pinocho cogió la vela en la mano y, caminando delante
para iluminar bien, dijo a su padre:
Venga detrás de mí y no tenga miedo.
Así caminaron un buen rato, y atravesaron todo el cuerpo y todo el
estómago del Tiburón. Pero cuando llegaron al punto donde empezaba la gran
garganta del monstruo, creyeron oportuno detenerse a echar un vistazo y elegir
el momento adecuado para la fuga.
Hay que saber que el Tiburón, que era muy viejo y padecía de asma y de
palpitaciones, se veía obligado a dormir con la boca abierta; por lo tanto,
Pinocho, al asomarse al principio de la garganta y mirar hacia arriba, pudo ver
en el exterior de aquella enorme boca abierta un buen trozo de cielo estrellado
y una bellísima luna.
Este es el momento de escapar bisbiseó entonces, volviéndose a su
padre. El Tiburón duerme como un lirón, el mar está tranquilo y se ve como
si fuera de día. Venga, papaíto, venga detrás de mí y dentro de poco estaremos
salvados.
Dicho y hecho; subieron por la garganta del monstruo marino y, llegados a
la inmensa boca, empezaron a caminar de puntillas por la lengua; una lengua
tan ancha y tan larga que parecía la avenida de un jardín. Ya estaban a punto
de dar el gran salto y arrojarse al mar, cuando, de repente, el Tiburón
estornudó, y al estornudar dio una sacudida tan violenta que Pinocho y
Geppetto se vieron empujados hacia atrás y lanzados nuevamente al fondo del
estómago del monstruo.
Con el gran golpe de la caída, se apagó la vela, y padre e hijo quedaron a
oscuras.
¿Y ahora? preguntó Pinocho, poniéndose muy serio.
Ahora, muchacho, estamos completamente perdidos.
¿Perdidos? ¿Por qué? Deme la mano, papaíto, ¡y cuidado con tropezar!
¿A dónde me llevas?
Tenemos que intentar de nuevo la huida. Venga conmigo y no tenga
miedo.
Dicho esto, Pinocho cogió a su padre de la mano; y caminando siempre de
puntillas volvieron a subir juntos por la garganta del monstruo; después
atravesaron toda la lengua y cruzaron las tres hileras de dientes. Pero antes de
dar el gran salto el muñeco le dijo a su padre:
Súbase a horcajadas en mis hombros y abráceme muy fuerte.
Del resto, me ocupo yo.
En cuanto Geppetto se acomodó bien en los hombros de su hijo, Pinocho,
muy seguro de sí, se arrojó al agua y empezó a nadar. El mar estaba tranquilo
como el aceite, la luna brillaba en todo su esplendor y el Tiburón seguía
durmiendo con un sueño tan profundo que no lo hubiera despertado ni un
cañonazo.
XXXVI
Por fin Pinocho deja de ser un muñeco y se convierte en un muchacho.
Mientras Pinocho nadaba rápidamente para alcanzar la playa, advirtió que
su padre, al que llevaba a hombros y que tenía las piernas medio en el agua,
temblaba horriblemente, como si el pobre hombre tuviera unas tercianas.
¿Temblaba de frío o de miedo? ¿Quién sabe?
Quizá un poco de todo.
Pero Pinocho, creyendo que el temblor era de miedo, le dijo para asentarlo:
¡Ánimo, papá! Dentro de unos minutos llegaremos a tierra y estaremos
salvados.
Pero ¿dónde está esa bendita playa? preguntó el viejecito,
inquietándose cada vez más y aguzando la vista, como hacen los buenos
sastres cuando enhebran la aguja, Miro a todas partes y no veo nada más
que cielo y mar.
Pero yo veo la playa dijo el muñeco. Para que lo sepa, soy como los
gatos: veo mejor de noche que de día.
El pobre Pinocho fingía estar de buen humor, pero, en cambio
en
cambio, empezaba a desanimarse; le faltaban las fuerzas, su respiración se
hacía difícil y fatigosa
en suma, no podía más, y la playa seguía estando
lejos.
Nadó mientras le quedó aliento; después volvió la cabeza hacia Geppetto y
dijo, con palabras entrecortadas:
¡Papá, ayúdeme!
¡que me muero!
Padre e hijo estaban a punto de ahogarse cuando oyeron una voz de
guitarra desafinada, que dijo:
¿Quién se muere?
¡Soy yo y mi pobre padre!
¡Reconozco esa voz! ¡Tú eres Pinocho!
Exacto. ¿Y tú?
Yo soy el Atún, tu compañero de prisión en el cuerpo del Tiburón.
¿Cómo te las has arreglado para escapar?
He imitado tu ejemplo. Tú me mostraste el camino y después de ti, hui
yo también.
¡Atún mío, llegas muy a tiempo! Te lo ruego por el amor que les tienes a
tus atuncitos: ¡ayúdanos o estamos perdidos!
Encantado y de todo corazón. Agárrense los dos a mi cola y dejen que
los guíe. En cuatro minutos los llevaré a la orilla.
Geppetto y Pinocho, como se pueden imaginar, aceptaron de inmediato la
invitación; pero, en vez de agarrarse a la cola, juzgaron más cómodo sentarse
en la grupa del Atún.
¿Somos demasiado pesados? le preguntó Pinocho.
¿Pesados? Ni soñarlo; me parece que llevo encima dos conchas
contestó el Atún, que era tan grande y robusto que parecía un ternero de dos
años.
Llegados a la orilla, Pinocho saltó el primero a tierra para ayudar a su
padre a hacer otro tanto; luego se volvió hacia el Atún y le dijo, en, voz
conmovida:
¡Amigo mío, has salvado a mi padre! ¡No tengo palabras para
agradecértelo bastante! ¡Permíteme, al menos, que te dé un beso en señal de
eterno reconocimiento!
El Atún sacó el hocico fuera del agua y Pinocho, arrodillándose en el
suelo, le dio un afectuosísimo beso en la boca. Ante este rasgo de ternura viva
y espontánea, el pobre Atún, que no estaba acostumbrado, se sintió tan
conmovido que, avergonzándose de que lo vieran llorar como un niño, metió
la cabeza bajo el agua y desapareció.
Entretanto se había hecho de día.
Pinocho, entonces, ofreciendo su brazo a Geppetto, que apenas conservaba
aliento para tenerse en pie, le dijo:
Apóyese en mi brazo, querido papaíto, y vamos.
Caminaremos despacito como las hormigas, y cuando estemos cansados
haremos un alto en el camino.
¿Y a dónde vamos a ir? preguntó Geppetto.
En busca de una casa o una cabaña donde nos den, por caridad, un
bocado de pan y algo de paja que nos sirva de cama.
Aún no habían dado cien pasos cuando vieron, sentados en el borde del
camino, a dos seres deformes que estaban pidiendo limosna.
Eran el Gato y la Zorra, pero no había quien los reconociera.
Figúrense que el Gato, a fuerza de fingirse ciego, había acabado cegando
de verdad; y la Zorra, avejentada, tiñosa y sin pelos en parte del cuerpo, ni
siquiera tenía cola. Así son las cosas.
Aquella pobre ladronzuela, caída en la más sórdida miseria, se vio obligada
un buen día a vender su bellísima cola a un mercader ambulante, que se la
compró para hacer un espantamoscas.
¡Oh, Pinocho! gritó la Zorra con voz plañidera ¡Ten caridad con
estos dos pobres enfermos!
¡Enfermos! repitió el Gato.
¡Adiós, mascaritas! respondió el muñeco. Me han engañado una
vez, pero ahora ya no me embaucarán.
¡Créenos, Pinocho, que hoy somos pobres y desgraciados de verdad!
¡De verdad! repitió el Gato.
Si son pobres, se lo merecen. Acuérdense del proverbio que dice:
«Dinero robado, nunca da fruto». ¡Adiós, mascaritas!
¡Ten compasión de nosotros!
¡De nosotros!
¡Adiós, mascaritas! Acuérdense del proverbio que dice: «Tanto va el
cántaro a la fuente, que al fin se rompe».
¡No nos abandones!
¡
ones! repitió el Gato.
¡Adiós, mascaritas! Acuérdense del proverbio que dice: «Quien roba el
abrigo de su prójimo, suele morir sin camisa».
Y Pinocho y Geppetto siguieron tranquilamente su camino; hasta que, cien
pasos más adelante, vieron al final de un sendero en medio de los campos, una
bonita cabaña de paja, con el techo cubierto de tejas y ladrillos.
En esa cabaña debe vivir alguien dijo Pinocho. Vayamos hasta ella
y llamemos.
En efecto, fueron y llamaron a la puerta.
¿Quién es? dijo una vocecita desde dentro.
Somos un pobre padre y un pobre hijo, sin pan y sin techo contestó el
muñeco.
Den vuelta a la llave y la puerta se abrirá dijo la vocecita. Pinocho dio
vuelta a la llave y la puerta se abrió. Cuando entraron, miraron a todas partes,
pero no vieron a nadie.
¿Eh? ¿Dónde está el dueño de la cabaña? dijo Pinocho asombrado.
¡Aquí arriba!
Padre e hijo se volvieron hacia el techo y vieron, sobre una viga, al Grillo
parlante.
¡Oh! ¡Mi querido Grillito! dijo Pinocho, saludándolo muy amable.
Ahora me llamas «tu querido Grillito», ¿verdad? Pero ¿te acuerdas de
cuando, para echarme de tu casa, me tiraste un mazo de madera?
¡Tienes razón, Grillito! ¡Échame a mí
, tírame también a mí un mazo
de madera; pero ten piedad de mi pobre padre!
Tendré piedad del padre y también del hijo; pero quería recordarle el
mal trato que me diste, para enseñarte que en este mundo, cuando se puede,
hay que ser cortés con todos, si queremos que nos devuelvan esa cortesía el
día que la necesitemos.
Tienes razón, Grillito, tienes razón de sobra, y no me olvidaré nunca de
la lección que me has dado. Pero, dime, ¿cómo te has comprado esta hermosa
cabaña?
Esta cabaña me la regaló ayer una graciosa cabra, que tenía la lana de un
bellísimo color azul.
¿Y a dónde se ha ido la cabra? preguntó Pinocho con vivísima
curiosidad.
No lo sé.
¿Y cuándo volverá?
No volverá nunca. Ayer se marchó muy afligida y parecía decir,
balando: «¡Pobre Pinocho!
No lo volveré a ver
, a estas horas el Tiburón
ya lo habrá devorado»
¿Dijo eso?
¡Así que era ella!
¡Era ella!
¡Era mi querida Hadita!
empezó a gritar Pinocho, sollozando y llorando a lágrima viva.
Cuando hubo llorado mucho se enjugó los ojos y preparó una cama de paja
para que se tendiera en ella el viejo Geppetto. Después le preguntó al Grillo
parlante:
Dime, Grillo: ¿dónde podría encontrar un vaso de leche para mi pobre
padre?
A tres campos de aquí vive el hortelano Juanjo, que tiene vacas. Vete
hasta allá y encontrarás la leche que buscas.
Pinocho salió corriendo hacia la casa del hortelano Juanjo; pero el
hortelano le dijo:
¿Cuánta leche quieres?
Quiero un vaso lleno.
Un vaso de leche cuesta un centavo. Empieza dándomelo.
No tengo ni un céntimo contestó Pinocho, muy mortificado y dolido.
Malo, muñeco mío replicó el hortelano. Si tú no tienes ni un
céntimo, yo no tengo ni un dedo de leche.
¡Paciencia! dijo el muñeco, e hizo ademán de irse.
Espera un poco dijo Juanjo. Podríamos arreglarnos. ¿Quieres dar
vueltas a la noria?
¿Qué es la noria?
Es ese artilugio de madera que sirve para sacar agua de la cisterna, para
regar las hortalizas.
Lo intentaré
Entonces, sácame cien baldes de agua y te regalaré, a cambio, un vaso
de leche.
Está bien.
Juanjo condujo al muñeco hasta el huerto y le enseñó la forma de hacer
girar la noria. Pinocho se puso de inmediato al trabajo, pero antes de haber
subido los cien baldes de agua estaba bañado en sudor de la cabeza a los pies.
Nunca había trabajado de ese modo.
Hasta ahora este trabajo de dar vueltas a la noria dijo el hortelano lo
había hecho mi burro; pero hoy el pobre animal está muriéndose.
¿Me lleva a verlo? dijo Pinocho.
Con mucho gusto.
En cuanto Pinocho entró en la cuadra vio a un pobre burro tumbado en la
paja, agotado por el hambre y el exceso de trabajo. Cuando lo miró fijamente,
se dijo para sí, turbándose:
¡A este burro lo conozco! ¡No me resulta una cara nueva! E,
inclinándose hacia él, le preguntó en dialecto asnal:
¿Quién eres?
Al oír la pregunta, el burro abrió unos ojos moribundos y contestó
balbuceando en el mismo dialecto:
Soy Me
me
cha
Después, cerró los ojos y expiró.
¡Oh! ¡Pobre Mecha! dijo Pinocho a media voz; y cogiendo un manojo
de paja se enjugó una lágrima que le corría por la cara.
¿Te conmueves tanto por un asno que no te costó nada? dijo el
hortelano. ¿Qué tendría que hacer yo, que lo compré con dinero contante y
sonante?
Le diré
¡era un amigo mío!
¿Amigo tuyo?
¡Un compañero de la escuela!
¿Cómo? gritó Juanjo, soltando una gran carcajada. ¿Cómo? ¿Tenías
burros por compañeros de escuela?
¡Me imagino los estudios que habrás
hecho!
El muñeco, mortificado por esas palabras, no contestó; cogió su vaso de
leche recién ordeñada y regresó a la cabaña.
Desde ese día, continuó durante más de cinco meses levantándose todas las
mañanas, antes del alba, para ir a dar vueltas a la noria y ganarse así aquel
vaso de leche que tanto bien le hacía a la achacosa salud de su padre. Pero no
contento con esto, porque, a ratos perdidos, aprendió a fabricar canastos y
cestos de mimbre; con el dinero que sacaba de ellos proveía admirablemente
todos los gastos diarios. Entre otras cosas, construyó con sus propias manos un
elegante carrito para sacar de paseo a su padre los días de buen tiempo, para
que tomase el aire.
Además, en las veladas nocturnas se ejercitaba en leer y escribir. Había
comprado en el pueblo cercano, por pocos céntimos, un gran libro sin tapas ni
índice, y en él leía. En cuanto a escribir, utilizaba una pajita suave a modo de
pluma; y como no tenía tintero ni tinta, la mojaba en un frasquito lleno de
zumo de moras y cerezas.
El caso es que, dada su buena voluntad de ingeniárselas, de trabajar y de
salir adelante, no sólo había conseguido mantener casi cómodamente a su
padre, siempre enfermizo, sino también ahorrar cuarenta centavos para
comprarse un trajecito nuevo.
Una mañana le dijo a su padre:
Voy al mercado cercano a comprarme una chaqueta, un gorrito y un par
de zapatos. Cuando vuelva a casa añadió riendo, estaré tan bien vestido
que me tomará por un gran señor.
Salió de casa y empezó a correr alegre y contento. De pronto sintió que lo
llamaban por su nombre; volviéndose, vio un bonito Caracol que asomaba por
el seto.
¿No me reconoces? dijo el Caracol.
No sé, no sé
¿Te acuerdas de aquel Caracol que estaba de criado en casa del Hada de
cabellos azules? ¿No te acuerdas de aquella vez que bajé a llevarte una luz y te
quedaste con un pie clavado en la puerta de la casa?
Me acuerdo perfectamente gritó Pinocho. Contéstame pronto,
Caracolito guapo, ¿dónde has dejado a la buena Hada? ¿Qué hace? ¿Me ha
perdonado? ¿Se acuerda de mí? ¿Me sigue queriendo? ¿Está muy lejos de
aquí? ¿Podría ir a verla?
A todas estas preguntas, hechas precipitadamente y sin tomar aliento, el
Caracol respondió con su habitual flema:
¡Pinocho mío! La pobre Hada yace en un lecho del hospital
¿En el hospital?
¡Desgraciadamente! Abrumada por tantos infortunios, ha enfermado
gravemente y no tiene ni para comprarse un trozo de pan.
¿De verdad?
¡Oh, qué gran dolor me has causado! ¡Oh, pobre Hadita!
¡Pobre Hadita! ¡Pobre Hadita!
Si tuviese un millón correría a llevárselo
Pero sólo tengo cuarenta centavos
ahí los tienes: iba a comprarme un traje
nuevo. Cógelos, Caracol, y llévaselos en seguida a mi buena Hada.
¿Y tu traje nuevo?
¿Qué me importa el traje nuevo? ¡Vendería incluso estos harapos que
llevo encima con tal de ayudarla!
vete, Caracol, y date prisa; y vuelve aquí
dentro de dos días, que espero poder darte más dinero. Hasta ahora he
trabajado para mantener a mi padre; de hoy en adelante, trabajaré cinco horas
más para mantener también a mi buena madre. Adiós, Caracol; te espero
dentro de dos días.
El Caracol, en contra de su costumbre, empezó a correr como una lagartija
en pleno sol de agosto.
Cuando Pinocho regresó a casa, su padre le preguntó:
¿Y el traje nuevo?
No pude encontrar uno que me sentara bien. ¡Paciencia!
Lo compraré
en otra ocasión.
Aquella noche, Pinocho, en vez de velar hasta las diez, veló hasta pasada la
medianoche; y en vez de hacer ocho canastos de mimbre, hizo dieciséis.
Después se fue a la cama y se durmió. En sueños le pareció ver al Hada,
muy bella y sonriente, que, tras darle un beso, le dijo así:
¡Muy bien, Pinocho! Gracias a tu buen corazón te perdono todas las
trastadas que has hecho hasta hoy. Los niños que ayudan amorosamente a sus
padres en la miseria y en la enfermedad merecen siempre alabanzas y cariño,
aunque no puedan ser citados como modelos de obediencia y de buena
conducta. Ten juicio en lo sucesivo y serás feliz.
En ese momento el sueño terminó y Pinocho se despertó con los ojos fuera
de las órbitas.
Imagínense ahora cuál sería su asombro cuando, al despertarse, advirtió
que ya no era un muñeco de madera, sino que se había convertido en un niño
como todos los demás. Echó una ojeada a su alrededor y en vez de las
habituales paredes de paja de la cabaña vio una bonita habitación amueblada y
adornada con una sencillez casi elegante. Y al saltar de la cama se encontró
preparado un vestuario nuevo, un gorro nuevo y un par de botas de piel que
eran un verdadero sueño.
Tan pronto como se vistió, se le ocurrió meter las manos en los bolsillos y
sacó un pequeño portamonedas de marfil, en el que estaban escritas estas
palabras: «El Hada de los cabellos azules devuelve a su querido Pinocho los
cuarenta centavos y le agradece su buen corazón». Abrió el portamonedas y,
en vez de cuarenta centavos de cobre, encontró cuarenta monedas de oro
recién acuñadas.
Después fue a mirarse al espejo y le pareció que era otro. Ya no vio
reflejada la habitual imagen de una marioneta de madera, sino que vio la cara
viva e inteligente de un guapo chico de cabellos castaños, ojos celestes y un
aspecto alegre y festivo como unas pascuas.
En medio de todas estas maravillas, que se sucedían una tras otra, Pinocho
ya no sabía si estaba de verdad despierto o si seguía soñando con los ojos
abiertos.
¿Dónde está mi padre? gritó de pronto; y entrando en la estancia
vecina encontró al viejo Geppetto, sano, lozano y de buen humor, como
antaño, el cual, habiendo vuelto a su profesión de tallista, estaba dibujando un
bellísimo marco con hojarascas, flores y cabecitas de diversos animales.
Sáqueme de esta duda, papaíto: ¿cómo se explican todos estos
repentinos cambios? le preguntó Pinocho, saltando a su cuello y cubriéndole
de besos.
Estos repentinos cambios en nuestra casa son mérito tuyo dijo
Geppetto.
¿Por qué mérito mío?
Porque cuando los niños que eran malos se vuelven buenos, tienen la
virtud de conseguir un aspecto nuevo y sonriente en el interior de su familia.
Y ¿dónde se habrá escondido el viejo Pinocho de madera?
Ahí lo tienes contestó Geppetto; y señaló hacia un gran muñeco
apoyado en una silla, con la cabeza vuelta a un lado, los brazos colgando y las
piernas cruzadas y medio dobladas, que parecía un milagro que se tuviera
derecho.
Pinocho se volvió a mirarlo; y cuando lo hubo mirado un rato, se dijo con
gran complacencia:
¡Qué cómico resultaba cuando era un muñeco! ¡Y qué contento estoy de
haberme convertido en un muchacho como es debido!
FIN
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